Entre las hojas húmedas del árbol centenario,
como si fuese un pájaro de luz,
se cobijaba el sol, posado en su andamiaje
de ramas aceradas por el tiempo.
Destellos y armonías semejantes a lanzas
entraban en mis ojos y en mi pecho,
y latía su hermosa transparencia
dentro del corazón, igual a un cántico.
Qué plenitud aquel cristal de lluvia
esplendorosa en el atardecer:
todo era claridad y suave tacto
en mi alma gozosa y embriagada
por la melancolía de saberse
al final del camino, semejante a aquel árbol
destinado a morir sin haber dado fruto.
Una paloma, entonces, sacudió su aleteo
y se aferró a una rama en busca de reposo.
¡Oh prodigioso instante de fervor,
lábil clarividencia y sortilegio!
Sentí que también yo daría algún cobijo
si, en lugar de llorar como la lluvia,
dejaba algún legado digno de dar consuelo
a aquel que padeciese
el asedio de la melancolía.
Y me puse a escribir este poema.