... Oh, y cuánto se alegró cuando vio llegar a la Mandolina de aterciopelados ojos!
¿Mandolina? ¿Por qué no? ¡Ella era todos los nombres, todo el horizonte, todos los ensueños!
Y desde que llegaba todo era transparencia, era todo distinto, el mundo se metamorfoseaba en un edén y la felicidad era como un rocío que reía en el día.
Era el amor, acaso, que todo lo transforma, que todo lo apasiona y todo lo diluvia.
Se alargaba la noche, se prolongaba el día, el tiempo era un instante y el corazón la eternidad en la que la existencia transitaba.
¡Mandolina! ¡La Música! ¡El gorjeo del pájaro! ¡Las estrellas! La luna! ... "¡Alcánzame la luna!", chirriaba el corazón constantemente!
Y así, entre la delicia y el espasmo transcurría el dulzor de la existencia.
Pero un día se fue. Es decir: no llegó; ya no llegó jamás. Todo lo arrasa el tiempo con su furia.
¡Oh, y cuánto lloró la ausencia de la música feliz con cuerpo de mujer que, entre tantos nombres, llamaba él Mandolina!