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lunes, 4 de agosto de 2014

Lejos de toda furia (5)

 El Manantial

Tengo la mala suerte de ir por el mundo -cuando voy- de una manera, al parecer, distinta a la de los demás. Eso me coloca, también al parecer, en un continuo enfrentamiento que no busco pero que los demás se empecinan en considerar una pose. 
        Sin embargo, yo no pretendo imponer nada, sino ser consecuente con la dignidad, razonarlo todo -incluso las razones del corazón-. Y cuando alguien se queda sin argumentos, o no oye lo que quiere, suele decirme que conmigo no se puede hablar, cuando en realidad es él, o ella, quien quiere tener razón sin aportar razones.  (Supongo que cuanto digo lo sufrirá más de un lector).
        En este mundo en el que “lo importante es participar” y en el que se han desterrado la integridad y la autocrítica para instalar la impunidad, no quepo, ni quiero caber, porque, en mi opinión, todo lo frivoliza y hace que incluso el necio, solo por participar y encontrar aplauso en ello, se crea el más cualificado para todo: cree que lo que cree es lo que debe ser creído y asumido por todos.
        No obstante, solo hay dos maneras de hacer las cosas: hacerlas simplemente porque es nuestro deber o hacerlas por amor a hacerlas bien: hacerlas bien o hacerlas mejor. Lo peor de quienes actúan de la primera forma es que instalan, como digo, la impunidad en el mundo; así que nada más queda la segunda. Lo cual -defender esta- me convierte en lo que los descalificadores califican de "perfeccionista". 
        Así que mejor estoy en una isla. Cuando salgo me ocurre lo que acabo de decir. Eso no me hace mejor o peor, pero sí el más autoexiliado y castigado por los ostracistas: porque la muchedumbre quiere devorar todo lo que se individualiza. Y, cuando no lo consigue con alguien, lo ejecuta.