Tartini: Adagio
Fin de una época
Una orquesta marchita sonaba bajo el palio
mientras el viejo vate recitaba unos versos
y un cuadro del Quinientos ondeaba en la noche.
La lluvia y la tristeza eran el bordón gris
mientras el viejo vate recitaba unos versos
y un cuadro del Quinientos ondeaba en la noche.
La lluvia y la tristeza eran el bordón gris
con que la vida nueva despedía a la antigua,
la que durante siglos pareció ser la única,
la inmortal, la de siempre. Pero ardieron los libros,
las pinturas, los pianos, los principios y fines,
los fuegos y cenizas de todos los milenios,
y comenzaba un ciclo de existencias ajenas,
de novedumbres hueras o extrañas a sus causas.
No sé si era holocausto o sabia parusía.
Tremaban las paredes del mundo conocido.
Me contemplé a mí mismo y contemplé a los griegos,
y a los romanos, y a los renacentistas: todos
ardíamos sin tregua como arcanos inútiles
para la Nueva Era que irrumpía con furia.
Ya no volverá el tiempo en el que se asomaban
los ojos a mis versos y yo existía de nuevo
renacido en el día, resurrecto en la noche.
El verbo era el fantasma de otras voces frutales
que apenas resonaban en la voz de aquel vate
y morían igual que estrellas en la aurora.
Un astro azul caía hacia la nada.
O acaso era la lumbre de otro sol.
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