Incluso mis libros más organizados han nacido, por eso, sin proyectarlos, como caídos de un otoño sentimental y melancólico: como liberación de un mal. Cuando digo que no sé qué palabra va a llegar tras la primera, ni de qué trata lo que estoy escribiendo, incluido un relato, es cierto, así como la afirmación de que "cuando escribo traduzco desde un idioma que no conozco a otro que también desconozco".
Atribuible es todo eso, sobre todo, a mi primera etapa, en la que corregir parecía traicionar el espíritu de las musas. Pero las musas solo son las conciliaciones de nuestros ingredientes mezclados en la probeta del cerebro; luego, en la segunda etapa, tras 15 años de silencio creativo, empecé la pulimentación de los textos -también impremeditados- y su ordenamiento en conjuntos. Del primer caso o etapa es ejemplo, principalmente, el gran vómito terapéutico de Los ojos de la Metáfora, libro hermético donde los haya, por mucho sentido que tenga, o tuviera, para mí; del segundo, Reconstrucción de un diario, portador de poemas que obedecían, desordenadamente en su creación, a un orden inconsciente que hube de encontrarle y disponer.
Probablemente el demiurgo de esas circunstancias autoriales es el factor que considero primigenio en mí y en el de todos: la pulsión identificativa y, por tanto autobiográfica, sea esta consciente o compulsiva: el yo como origen visionario del caos y del orden.
Aprendemos del mundo y construimos nuestro mundo; luego transcribimos de una u otra manera ese aprendizaje y construcción: la mismidad ofrecida, en caso de publicación, a los demás para que no tropiecen en la misma piedra o para que sigan los pasos de los pocos sabios que en el mundo han sido.
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