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miércoles, 20 de julio de 2022

El abrazo final.


Wagner: Murmullos en el bosque

Era como si el niño asustado que todos llevamos dentro despertase y saliera de su escondite gritando con un aullido interminable. Eso sentía cuando, apenas conteniéndose, salió de la consulta en la que el médico le reiteraba su veredicto, al parecer inapelable. 
     Recordó un antiguo título y sus primeras líneas: Como si fuera mi Autobiografía: "Nací cuando necesité pensar para combatir la muerte. Lo demás ha sido una continua adaptación a la yacija de la tumba".
     Se acabaron las desdichas existencialistas, los intentos de suicidio... y también el naufragio entre libros amados y los erotismos con los que mitigaba la condición mortal.
     Siempre había temido ese momento, aunque supiese bien que nacer es empezar a morir y viviera siempre agonizante. Sin embargo, tras una primera puñalada de dolor, despertó en él el odio contra los dioses, hacedores de un mundo indigno y desolado: y se sintió, como tantas otras veces, mártir del capricho de algún inescrutable Polifemo devastador de la existencia. Qué estúpido el Artífice que crea una obra viva y amante de la vida, y le injerta, indeleble, la conciencia doliente de su mortalidad.
     ¡Qué hacer ahora, cuando las cenizas ya crepitaban en su sangre dispuestas a ser ascuas del gran fuego! Sus neuronas, sus células, el flujo de su sangre y sus ideas se irían extinguiendo y el prematuro otoño lo ocultaría bajo un diluvio de hojas, panteón que el viento derruiría.
     La pluma, como un inútil falo, se le antojaba estéril, un soñador que alguna vez quiso crear un hálito de vida.
     Sus libros: solamente un puñado de herrumbres y de ruinas arrancadas a un manantial que tampoco existió.
     Sus hijos, allá lejos, perdidos en sus vidas, ajenos a su padre.
     No le quedaba nada, pues nada había tenido de cuanto creyó tener.
     ¿Y una persona pura que hubiese comprendido la onírica grandeza de sus sueños y fuese, como hermosa albacea de su espíritu, el testigo final de su derrota?
     Encaminó sus pasos hacia ella, la tejedora de ternuras, y se dejó caer entre sus brazos.

Guillermo Bellod



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