Borodin: Nocturno
Fui un adolescente que se sintió una errata en el libro del mundo. Buscando otra existencia en la que hallar digna identidad me sumergí inconscientemente en las de aquellos cuyas temporalidades, trascendidas al margen de los dioses y religiosismos, habían merecido un trasunto de eternidad: escritores, músicos, pintores ... que no eran sino voluntades contra lo efímero y vulgar a pesar del dolor del esfuerzo y del exilio de la comunidad. Por eso yo quería ser Lope de Vega, por ejemplo, triunfador en su tiempo y -sobre todo- en el tiempo; amado, respetado, inmortal por sus obras. Nada de esgrimir solo dones de la naturaleza, sino de merecimientos por lo alcanzado con esos dones y la voluntad. Así entendía yo la vida y la posteridad: la consecución meritoria de una existencia renovada, vigente, no el aplauso de la famamundia sincrónica. También quería ser un Fray Luis sosegado consciente de que mi vida retirada era una entrada en el wallhala de los inmortales porque su obra -su vida- era indeleble.
Amaba a Mozart, Beethoven y Wagner porque eran distintos escalones de liberación de la muchedumbre y superación de ella: la sociedad persigue al individuo por no atenerse al pensamiento único, y quiere absorberlo. Sin embargo cada artista pretende ser autor de su pensamiento y biografía, no un espectador de dictadores. Mozart había luchado por la independencia artística que Haydn intentara, que Beethoven consiguió y Wagner conquistó.
Como digo, amaba a Lope porque su palabra había conquistado el mundo femenino y masculino, el amor y la amistad, el respeto y la gloria. También yo me creía "monstruo de la naturaleza", pero en su significado monstruoso, no creativo. Mi autoestima era tan destructiva que huía de mí mismo -o sea: de los demás- para no ver mi fealdad. Viví solo y solitario y, como consecuencia, solo hablaba de mí mismo conmigo en un cuaderno que era mi confidente y mi amistoso enemigo porque me decía las verdades y me consolaba, a veces. Como siempre estaba enamorado del amor no tenía tiempo para enamorarme de alguien, y cuando lo hacía me cristalizaba en una afasia inmóvil. Así durante muchos años; hasta que descubrí que sufría tanto o más alejado por mí mismo de quienes amaba que si me hubieran rechazado tras confesarles mi pasión. Una vez que creí amar celestialmente, ella murió. Así que, para que nada me hiciera daño, blindé mi corazón -eso creo-: sin caer en la cuenta de que, insensible, no sentía lo doloroso, pero tampoco lo placentero. El caso es que me lancé al mundo y su aventura: decía amar a quien se aproximaba; pero no amaba; lo cual provocaba más amor en quien se sentía desechada.
Y así moría diariamente.
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