Scriabin: Estudio Opus 8, 12
Mientras Wil enfocaba con sus gafas el cuadro, Rem y yo nos mirábamos ansiosos y culpables. Un par de horas más tarde, consumidos los wiskis, salíamos de su casa los tres, y yo zurraba a escondidas las nalgas de mi dulce enfermera. Al cruzar la Glorieta, entre sombras, pulsaba sus pechos abultados, y sentía la sangre correr por sus entrañas, yugular hacia abajo.
Todo había empezado hace ya muchos años: en mitad de la noche necesité aliviar mi angustia; y un amigo me llevó hasta la casa de otro amigo pintor. Solo estaba su esposa, quien me inyectó la ampolla que recetara el médico. Yo la miré furioso y tierno, y le decía, entre doliente y brujo, lo bien que comprendía al caballero heroico del mágico medievo que -para no gritar- abrazaba a la dama cuando el puñal ardiente curaba sus heridas quemándolas. Entonces ardió algo en nuestras vidas y surgió la batalla entre amor y lealtad.
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