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martes, 21 de abril de 2020

Por qué escribimos...

Marcello / Bach: Adagio

Querida Madonna:
     Que estás azotada por la vida se te ve en los pulgares de los ojos, cuyas huellas dactilares son lágrimas ocultas de una probable depresión, quizá de muy lejana causa. Pero el que esté libre de depresiones que tire la primera sonrisa dolorida. Piensa que, a mayor sensibilidad, mayor melancolía y mayor hiperactividad para huir de ella o vencerla. Tú eres inteligente y sensible, y témome que has canalizado tus carencias por vía autoinculpatoria. Necesitas, por tanto, veinte vasos diarios de afecto cuando y donde los demás precisan uno. Difícil cuestión en estos días de enclaustramiento.
     Como crees ser nadie para los demás, intentas ser alguien para ti: y te has creado un yo digno que florezca en la escritura; ahora bien: lo valoras si lo valoran, con lo cual vuelves al origen. Sin embargo, ¿quiénes son los demás sino una invención tuya, como tú eres otra para ellos? Pregúntate cuál es el factor común de la muchedumbre. ¿La inteligencia, la sensibilidad...? No: es la mediocridad. Por lo tanto, triunfar entre las masas temporalmente, circunstancialmente, es la demostración del fracaso en el tiempo y en la calidad esencial.
      La escritura es importante para ti porque es el afecto que te das a ti misma a pesar de que los otros puedan negar su calidad. Mantente ahí, en esa apreciación: la del esfuerzo que haces, reconocido o no. Porque el otro, los otros, solo son otras opiniones, no unas sanciones. "El infierno es el otro", que nos juzga y condena,  venía a decir Sartre. Pero en realidad el infierno está dentro de nosotros, somos nosotros quienes nos condenamos porque los otros nos condenan sin pruebas y con la ayuda de nuestro temor a ser condenados. De ahí que sea tan importante distinguir el yo íntimo del nosotros social y separar la sensibilidad de la sensiblería, el sentimiento del sentimentaloidismo, el valor del precio, el ser del parecer; reconozcamos que todos somos, también, el Sócrates del solo sé que sé muy poco de cuanto quisiera o debiera saber; y luego aprendamos a decir enjutamente, idóneamente, aquello que mueve el mundo y la existencia sin verborreas ni aditamentos literatúricos: el hueso del corazón. Aprendamos a decirnos en el desierto, no en el circo.
     Fíjate, por ejemplo, en la carnalidad sustancial, sin concesiones, de las Coplas de Manrique; o en el meollo del M. Hernández de sus últimos poemas: cómo han eliminado la carnaza verbósica, el énfasis hiperbólico, y cómo solo queda lo preciso, lo semillar y sustantivo. “El adjetivo, cuando no da vida, mata”, que decía Huidobro. Y Cándido María Trigueros: “Todo lo que es exceso es pernicioso”. Eso es lo que perjudica a Gil-Albert, por ejemplo, a Espronceda y tantos otros. Y no obstante, mira la lírica primitiva y el Romancero: son “medulas que han gloriosamente ardido”, no bosques que crepitan como si el volumen de la hoguera hiciese mejor el fuego. Lo que hay en los primeros poemas de AlbertiG. Lorca es lo que aprendieron de esa primera lírica: la que dice anacoretamente, no la de quienes se vuelven melifluos decidores. Por eso Lope es un autor y Zorrilla un versificador.
     En fin: bien está que al escribir vomitemos o nos carcajeemos como liberación; pero luego debemos estropajear el vómito y la carcajada: quedémonos con la insinuación de la tristeza o la alegría. No escribas para ser leída, sino para conocerte y ser digna de ti. Huye de la frivolidad, por muchos plumíferos que acudan a ella para ganar lectores. Cuando elimines la verborragia te quedarás con el auténtico verbo. Entonces ya ni siquiera necesitarás escribir porque te habrás dado lo que con la palabra intentas darte: tu mismidad. Y también sobrará este sermoncito que ahora parece necesario. Seamos aprendices de todos y maestros de nadie. No queramos solo sobrevivir, sino vivir.





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