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martes, 28 de abril de 2020

Reconocer al genio



Reconocer al genio

Si un vecino de Shakespeare se despertase hoy, se asombraría al conocer la universalidad de este. Y si lo hiciera otro vecino coetáneo de Van Gohg gritaría: ¿aquel loco es un genio? Y es que pocos son profetas en su tiempo.
     Ni siquiera los gigantes se reconocen entre sí. Mozart desestimó a Beethoven; este y Goethe se insoportaban; igual les ocurrió a Huidobro y Neruda, Nietzsche y Wagner, Góngora y Quevedo, Lope y Cervantes... Y tantas luchas literarias y artísticas lo demuestran. 
     ¿Cela es Nobel y Borges no? Echegaray sí y Galdós tampoco? Esos botones muestran lo mal hecho o irreconocible que está el traje del genio. 
     Cada uno de nosotros somos el puzzle que hemos ordenado con las piezas de nuestra sensibilidad, inteligencia y conocimientos. A mayor capacidad, mayor individualidad diferente del conjunto o la masa. Y esta no se reconoce en lo específico, sino en lo genérico. El rasgo distintivo de la genialidad es el repudio del canon establecido, la persecución de otro menos erróneo, más vivificante. Y su conducta, acorde con su particular criterio, suele parecer extravagante. El mismo Beethoven, tan ordenado en su obra, vivía en habitaciones destartaladas, con varios pianos desvencijados y mesas sin patas, gruñoneando misantropías. Y JRJ recuerda cómo, en su visita a A. Machado, este le ofreció una silla en cuyo asiento florecía un par de huevos fritos ya reflorecidos... 
     De modo que el que ve más allá se queda sin ser visto o es mal visto. Además: a menudo el genio, en su cotidianidad ensimismada, no está a la altura de su obra, que necesita precisamente de sus miserias y su anhelo de superarlas para desarrollar su grandeza. Por eso el vecino, aunque fuese genial, pasaría inadvertido como tal, porque su vida no es extraordinaria, sino cotidiana, o vulgar; y por eso es más fácil declarar gigantes a los extranjeros: no vemos sus pequeñeces diarias. Solo la distancia y lo incógnito parecen favorecer el reconocimiento.



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