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sábado, 21 de septiembre de 2019

Cataclismos celestes


Beethoven: "Tercera" (Marcha fúnebre)

Tres epitafios órficos
La muerte universal

Yo estaba, no sé cómo, subido a una alta torre
en medio del sereno firmamento.
Miraba las estrellas,
sumido en el fervor de la contemplación,
y mi pluma trataba de entender.
Sembraba de preguntas
la infinita belleza de la noche,
la estelar telaraña donde el hombre se prende
en la fascinación del Gran Enigma.
Veía los secretos del espacio
y el tiempo, y vi el crisol
de las crepitaciones de la carne.
Contemplé la vorágine inconsútil,
ubicua y sin lugar,
estática y errante,
sobre mi frente erguida. Vi
los dioses encrespados
que se gestaban en la inmensidad
y los que, ya cadáveres, servían
de arcilla misteriosa
para divinidades sucesivas;
vi la frágil infancia
caminando hacia la decrepitud
sin saber por qué nace y por qué muere;
vi mis células
desjarretarse entre palpitaciones,
caer como aerolitos
al osario abisal;
vi las sirenas émulas de soles
nadando en el océano
del firmamento como
dragones encendidos
devoradores de la luz; miré
el aleph donde todo se esclarece
desde su barbacana vislumbrante:
la hecatombe
de la Conflagración Universal
promulgaba su horror: toda existencia
es la semilla de su propia muerte
y toda muerte engendra nueva vida
carente de pasado y de futuro.

De pronto, un estallido sinuoso
conmocionó los astros, me sumió
en una inexorable
caída hacia el abismo
que me alejaba de los dioses y
me enterraba en el vértigo. ¿Qué ocurre?
¿Acaso el Universo se disuelve en cenizas?
Mi conciencia me dice que debe haber un orden
en la naturaleza.
Pero sigo cayendo y no aparece
un Dios que ponga bridas al destino.
Antes de mi caída, la belleza
le daba algún consuelo
a la existencia. Pero ante la muerte
nada tiene sentido.
Mirando alrededor, buscando alguna fe
que justifique el hecho de vivir,
encuentro solo ruinas, conciencias desoladas
y la asechanza de la indefensión.
¿Qué debo concluir de esta orfandad sin nombre?
¿Dónde queda el fulgor
de nuestra inteligencia desatada?
La muerte es un cadáver que sueña en nuestro cuerpo
y emerge lentamente,
hasta tomar la forma de esta cripta
que hemos llamado vida.
Existir es estar, ser en el tiempo
el inasible rostro de una efigie
que es la concitación de sus metamorfosis:
somos caducidad, mortalidad:
Todo en el universo combate contra todo
y nada queda al margen del combate.
Las estrellas son fuegos quemando otras estrellas
y todas las criaturas alimentan sus vidas
con la muerte darwínica de las otras criaturas.
Así el lobo degüella al antílope altivo
y el hombre se convierte en lobo contra el hombre.
Así la antimateria devora la materia
y sobrevive el arte que humilla al que lo causa.
Solo existe la vida porque existe la muerte.
Qué inútiles los sueños,
las ansias de escrutar y de escribir
como revelación y profecía
el destino del hombre, confesé;
el perfecto Universo es nada más que un átomo
y la infrangible eternidad es solo
un fugitivo instante sin memoria.
Toda conciencia dura apenas nada.
La sustancia del cosmos es fungible,
igual que lo es la carne o el espíritu.
Yo estaba, como digo, mirando las estrellas,
los arriates de estrellas crecidas en la noche,
y mi pluma trataba de entender
la infinita tristeza que depara el vivir.
De repente, lo supe:
también la pluma es otro ser muriente.
Y antes de abandonarme al gran osario,
anoté, persiguiendo algún consuelo:
también
todo dolor desaparecerá.

***

Las ruinas de la luz

1
Hoy me he puesto a escribir, una vez más,
para dignificarme y conocer
mi nombre verdadero.
Se ha dormido la pluma sobre el folio
rescatando nostalgias y buscando
la palabra elocuente.
De súbito he pensado que todo cuanto soy
ya lo han sido otros hombres, lo han escrito
a fin de ennoblecerse como yo
y hallar su identidad.
Siempre hay quien vive nuestra biografía
y escribe los poemas que escribimos
mucho antes que nosotros.

2
Se ha dormido la pluma sobre el folio
oteando mi vida, rescatando fragmentos
de paraísos y desolaciones
con los que componer autorretratos
de aquel que fui y aquel que quise ser:
la biografía para un hombre oscuro
buscador de la luz.
En su remoto sueño la pluma escrutadora
divisa el hueso del origen, canta
las astillas homínidas, el mármol
medieval que elevó las catedrales,
el fuego constelado como un fósil del cielo,
todo cuanto revela que yo soy
oriundo de los dioses, hijo
del cosmos.

3
La biografía para un hombre oscuro
que quiso ser un dios
se tiñe de tinieblas
cuando alza la memoria su olifante:
aludes de victorias y derrotas
alzan su frenesí,
conforman el paisaje.
Una serpiente de infinita herrumbre
rodea el firmamento, lo estrangula
y lo disgrega en ónices y cuarzos.
Se hacinan las montañas y los mares,
los olivos y las crepitaciones,
el pájaro y el pez, la hoguera, el agua,
la indefensión de la orfandad, las clámides
que disfrazan la efigie del pasado,
las fantasmagorías del futuro,
las ruinas del presente.
Todo cae, sedición, máscara o rostro,
en la estruendosa cripta de la noche.

4
Cuando alza la memoria su olifante
todo se apresta a su resurrección.
Mira la pluma errante su fértil manuscrito
todavía invisible.
Un niño surge de su infancia y sueña
con bosques y rosales,
con juegos trascendidos;
pero lo que ayer fuera sortilegio
es hoy devastación:
toda semilla entraña sus despojos,
todo sueño enmascara un desengaño.
En medio de su vida eleva el hombre
las ramas de sus brazos como un árbol
que aspira a alzarse al cielo:
y un rayo le recuerda
que es materia de fuego y de ceniza.
De la espesura brota
el nombre del amor: pero no engendra
sino una muerte súbita
sembrando de tristeza el horizonte.
Hombres y niños, sueños y esperanzas
construyen sus palacios
para albergar eternidad
y urdir la plenitud;
pasan los días y los años: quedan
esqueletos de lirios,
cadáveres de estrellas y nostalgias;
las raíces, marchitas,
asoman entre rocas;
el manantial de fe mana sequías;
infancia y hombredad y alto castillo
ruinas son de un fulgor que no existió:
un alcázar de ajado terciopelo.

5
Todo sueño enmascara un desengaño
y el zafiro del tiempo destruye la utopía
de la inmortalidad por la palabra.
El verbo eleva solo estatuas mudas
que constatan, inermes,
la inefabilidad de la existencia
y los sepulcros de la realidad.
No hay redención y nada transfigura
la pluma pensativa:
a sí misma se dice y su decir encarna
la muerte del vivir.
Cadáveres son Dante y Garcilaso,
santuarios y oscuros mausoleos
donde buscamos dioses que no existen
y hallamos los vestigios de la luz.
El lenguaje captura las esencias,
pero no su sustancia.
La elegía constata sus sarcófagos
y la oda el anhelo insatisfecho.
El poema recuerda, inventa o sueña,
recrea o profetiza,
pero afirma tan solo su propia identidad:
el cementerio donde
la nada sueña ser.

6
El verbo eleva solo estatuas mudas.
Siempre queda, donde hubo plenitud
el resplandor de una fugaz belleza
que quiere renacerse.
Pero la muerte asoma inexorable
en las reliquias del amanecer.
Veo mi propia muerte:
la vida descendiendo como un túmulo
por las escarapelas del dolor
hacinándose en huesos y
ceniza, eslabonando
los sucesivos óbitos del trance
a la mortalidad definitiva,
cayendo desde el útero del cosmos
a la zahúrda egregia del abismo
donde todo es delirio y confusión.
Miró mi pluma al hombre, su laberinto terco
de sentimientos y filosofías:
vio combates y sangre derramada
por manos convertidas en puñales;
y no quise luchar; me desterré al desierto
de una gris soledad contemplativa
sabiéndome culpable y desertor,
náufrago, agonizante ángel sin alas.
Regresan hoy las tumbas del ayer.
Mi carne se fragmenta, su podredumbre crece
como infinita sierpe que estrangula el orbe,
y sobre mí se abate la gris melancolía.

7
A veces, sobre el mundo se cierne un ala negra
semejante al cadáver de un cuervo buitreador
del corazón del hombre. Y aunque cierro los ojos
para ver solamente lo que anhela mi espíritu,
comprendo que los sueños son criptas disfrazadas;
y sobre mí se abate
la gris melancolía.

***

Laberinto estelar

Mira una noche clara la inmensidad azul
del firmamento, observa la transparente urdimbre
de los astros, el mágico estallido
de luz. Sobre tus ojos la galaxia de Andrómeda
agita sus estrellas
como infinitos átomos gigantes.
A un millón de años luz de ese bosque solemne
vives tú, enamorado de tu gran corazón,
un astro diminuto que late y te recita
palabras armoniosas que siempre te convencen
de que tú eres el rey del universo.
Y sin embargo yaces en un rincón oscuro
limítrofe de nada, tan lejano
de cualquier referencia y claridad
que si Dios nos buscase no nos encontraría.



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Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de HomeroLa condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obraEnsayos literariosApuntes sobre el amorMiguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.

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