Nippon-Koku
1.- Creo que la única poesía necesaria es aquella que, prescindiendo de lo circunstancial, o abstrayéndolo, aspira a lo esencial. Por lo tanto, un poema perdurable es el que impregna y satisface a cualquier lector de cualquier época sin aditamentos temporales porque se dirige a la sustancia del hombre singular y universal. También creo en la condición sinestésica del arte: que el impulso creador es único y que solo cambia la vía en que se expone: palabra, pintura, música. Más aún: que la más noble y notable sensación es la que conjuga la música, la pintura y el verbo. Eso me parece que hay en la carnalidad plástica del haiku.
2.- En el Japón del siglo XV existían el tanka, la renga, y el haikai, que tenían en común su brevedad y comicidad. En el siglo XVI se fundieron en el haiku, que pretendía ser conciso, prescindir de lo humorístico y apresar el instante, como en una acuarela verbal, en 17 sílabas dispuestas en 3 versos de 5-7-5; en ellos destacaban el sustantivo y casi se ausentaban el verbo y el adjetivo. Basho fue su principal creador. He aquí una de sus composiciones:
El cuervo horrible.
¡Qué hermoso esta mañana
sobre la nieve!
¿Quién no sabe que el cuervo destaca más su negrura sobre el blancor de la nieve? Pero tal vez lo que se nos quiere hacer ver es que la fealdad puede ser absorbida como belleza si está rodeada de esta. Basta leer algunos haikus para deducir que el autor contempla algún objeto de la naturaleza a fin de extraer un destello que dé luz a un aspecto de la naturaleza humana. Destello que nace en el poeta por su ascesis, éxtasis y serenidad armoniosa de todos los sentidos.
Si acudimos a nuestra lírica tradicional, veremos que la intuición, la elipsis, el epigramismo, la sugerencia, la plasticidad… son similares. De modo que cuando José Juan Tablada, imbuido de lírica española, visitó Japón en 1900 no debió sentir extraña esa brevedad ingeniosa, luminosa y sensual, sino familiar. Y escribe, por ejemplo:
Canta un responso el sapo
a las pobres estrellas
caídas en su charco.
Composición que difiere poco de esta del maestro Basho:
El viejo estanque.
La rana salta dentro.
Qué sonido el del agua.
En ambos la síntesis, la pintura, la mirada fugaz y penetrante, la frugalidad expositiva, el intento de producir un efecto emocional inmediato, sin distracciones. La única diferencia es la cantidad de sílabas. Pero ¿quién ha dicho que haya que ponerse un corsé para escribir? Cuanto más atendemos a la esencia, más se diluyen los límites.
Desde ese momento, tenemos las greguerías delasernianas, los proverbios y canciones de A. Machado, Lorca o Alberti. He aquí un haiku de aquel:
Primavera vino.
Violetas moradas,
almendros floridos.
Y otro de JRJ:
¡Ay el aire yerto,
campana en el frío,
ojos en la escarcha.
Y otro de J. J. Domenchina:
Pájaro muerto.
¡Qué agonía de plumas
en el silencio!
Visualizaciones de algo concreto para su abstracción. Pinturas, paisajes verbales. “Naturalezas vivas” frente a las “naturalezas muertas”.
No es extraño que un canon tan miniatural apenas haya cambiado. Sin embargo, los temas se ensanchan, llegando incluso al metapoetismo. Veamos este de Borges:
La vieja mano
sigue trazando versos
para el olvido.
Y este de Octavio Paz:
Hecho de aire,
entre pinos y rocas
brota el poema.
También se intentan otras métricas, como la de este casi haiku -en el que, como en otros, hay recreación, no extracción concluyente- que es un casi soneto -de M. Machado- formado por 14 palabras paisajísticas, sin un solo verbo:
Frutales
cargados.
Dorados
trigales.
Cristales
ahumados.
Quemados
jarales.
Umbría
sequía,
solano.
Paleta
completa:
verano.
Detengámonos en este de Ana Rosa Núñez para ver cómo la inmediatez apunta hacia lo trascendente:
Cangrejo, amigo,
también yo quisiera
desandar mis caminos.
¿Nos importa el cangrejo? Salvo a la hora de comer… Sin embargo, ¿quién no ha lamentado sus errores y ha querido volver atrás para enmendarlos? Como el cangrejo, todos quisiéramos rehacer nuestra vida. No vemos solo al cangrejo desandándose, sino a nosotros salvándonos al desandarnos. Y esa es la verdad, la instantánea personal que la autora convierte en universal. También Onitsura, a punto de morir, reclama su vivir sin esperanza:
Devuélveme mi sueño,
cuervo. La niebla empaña
la luna al despertar.
En cambio, Raizan asume su calderoniano sino:
Ha de morir Raizan.
Paga su error
de haber nacido.
Detrás de cada haiku y sus símiles hay una historia, tan solo sugerida, que el lector reconstruye fácilmente porque se reconoce en la sugerencia. Fijémonos en estos versos:
En Ávila, mis ojos.
En Ávila mataron a mi amigo.
Dentro, en Ávila.
¿Quién diría que no es un haiku? De un trazo asistimos a una tragedia amorosa, a unos ojos que son la metáfora de la vida del amado, robado por la muerte, ojos por los que la amada miraba el mundo y que, al perderlos, se queda sin mundo y sin vida, devorado, subsumido todo por el ensimismamiento que impide la existencia fuera de esa autoconsunción. Idénticas concentración, elipsis, nominalidad, ausencia de adjetivos y verbos… Sin embargo, tales versos existían antes del haiku. Constituyen uno de nuestros más bellos poemillas medievales.
Volvamos a detenernos ¿Quién descalificaría como haiku estos versos de Hernández?:
Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.
El canon minimalista del haiku, o su paralelismo con otras formas y conceptos líricos, es tan evidente que si le extirpamos a las “Nanas de la cebolla” sus nexos verbales y sincopamos la oración tendremos un haiku expansivo o una serie consecuente. Y siempre la densidad verbal, la mirada enjuta para extraer una verdad del espíritu.
A poco que hojeemos encontraremos que el haiku está presente en muchos autores del último siglo. He nombrado algunos. Sumemos a J. Guillén, Cernuda, Benedetti, J. Munárriz, J. Talens, J. Cereijo… También fuera de nuestra lengua. Escribe Kerouac:
El sueño de Dios
es solo
un sueño.
3.- Pudiera concluir alguien que es muy fácil trazar tres versos ingeniosos. Y lo es. Como en la pintura y en la música, hay falsificadores, mercaderes y suplantadores. Pero la poesía necesita más genio que ingenio. También habrá quien diga que lo difícil es estructurar una gran obra, una gran catedral, un poema de miles de versos. Sin embargo, olvidará que un gran poema no es un poema grande, como tantos cuadros de Van Gogh, tanto lieder y tantas miniaturas de Schumann (o el 1º de los Cantos de Auvernia de Canteloube) son grandiosos a pesar de su brevedad.
El haiku y sus fórmulas similares españolas nos liberan de la incontinencia fatigosa de quienes se verborrean versogritándose. Por decirlo de modo contundente: son conceptismos líricos, sincretismos metafísicos. No puedo evitar reconocerles como padres, por ejemplo, a pensadores que han expuesto su filosofía en forma de “máximas”, “apotegmas”, incluso refranes: Marco Aurelio, Pascal, La Rochefoulcaud… Aunque, como siempre, al margen del canon, hay algo más profundo en el origen. No se entenderían cabalmente estos poemas sin la filosofía del sosiego, la mística y el pensamiento zen. Esos poemas, sugerentes más que verbosos, extáticos, son fruto de la sabiduría del estatismo temporal y el contemplativismo, hijos de una edad dorada en la que, como diría Don Quijote, no existían la prisa existencial ni social. Reflejan la temporalidad, no su fugacidad, esa manera de estar en el mundo que nace con los años -y con los siglos-, cuando la reflexión, como apunta Shakespeare, conduce a la inacción (pues el pensamiento se convierte en el verdadero acto del progreso) y empieza el viaje hacia el remoto origen, la mirada metafísica. Sé que aunque siempre pretendemos descifrar el mundo, solo volvemos verdaderamente a la Naturaleza cuando ya hemos malogrado la nuestra.
En definitiva, el haiku y sus afines líricos pretenden unir el corazón y la mente, la emoción y la inteligencia, con una fórmula que Unamunoutilizó en dos versos: “Piensa el sentimiento, / siente el pensamiento”. Y eso es lo que encontramos en estas líricas síntesis, verdaderos compendios de la sabiduría emocional: la auténtica poesía del conocimiento. He ahí por qué el haiku, también fugacidad perpetua, tiene, por concepción, un puesto relevante en la poesía: su vocación de lúcido fulgor, de abstracción de lo perdurable desde lo efímero.
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