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martes, 17 de septiembre de 2019

Pepita Jiménez



Siempre he creído que el realismo es la ciencia dicción de quienes carecen de fantasía o, mejor, imaginación. Eso de retratar la realidad, la mujer que va a la compra, el albañil que se cae del andamio, las casas renegridas... todo lo que vemos ¿para qué repetírselo a los ojos mediante la escritura? Importa el elemento perdurable, el sema renovado, no los abalorios con los que lo revisten los pormenorizadores de lo cotidiano. ¿Es la misma manera de contar la de Galdós que la de Dostoiewski? ¿Con cuál aprendemos más sobre el ser humano?
     Pero he aquí que estos días, cansado de abrir y cerrar novedades literarias que solo son palabras mal aderezadas, he leído -cierto que, al principio, correteando y saltando- cuatro libros "realistas" del XIX español. Me detengo unas líneas en uno de ellos, inesperadamente interesante: "Juanita Jiménez".
     Verdad es que Valera, aunque poco visitado por mí, siempre me ha parecido un respetable ciudadano de la pluma. Y he aquí que me encuentro, apenas hojeado, con la descripción de un paraje que no es sino prototípico del locus amoenus, el lugar apacible y edénico con que todos soñamos. Aquí va a transcurrir la historia, que no es sino el paso de un amor sin nombre a un amor innumerable, por obra y gracia de la carnalidad que hay en toda espiritualidad. Y además, el bobaliconismo eclesial que atrapa a los personajes termina por disiparse ya que el autor palinodia su discurso beatífico.  
     Ahora descubro que también hay obras menores que -también- son grandes.

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