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viernes, 16 de agosto de 2019

Cuatro himnos ante un códice


Berg: "A la memoria de un ángel"

Cuatro himnos ante un códice

El Cuaderno
/por Antonio Gracia/
                                     Leer ORIGINAL

UNO

La conquista del pálpito

1

La verdad solo existe si la pluma
es eco de la mente, si la boca
milenaria repite el sentimiento.
En la noche ancilar,
el animal que conquistó su voz
pensó el mundo como una inmensa celda
y anduvo sobre el tiempo.
Trazó designios, escuchó su pálpito.
El universo era una caracola
sonando como un viento inextinguible
una palabra: inmensidad.


2

La columna se eleva, el arbotante
sostiene, el monasterio
ofrenda su solaz y sus cipreses.
Los sosegados pies llevan el alma
del corazón hasta la estancia. Abre
la mano que se abrasa de hermosura
el joyel de la ciencia bajo el polvo
de los siglos.
Los ojos se emocionan, el espíritu
recuerda ensimismado la caverna,
y el huracán y el vértigo del tiempo
baten postigos, ungen armonías:
desde los anaqueles asombrados,
cadáveres de rosas, furias vivas,
muestran la biblioteca.


3

Cruje el códice, exhala sus aromas
de rosa inmarchitable,
y páginas y dédalos
ofrecen su clamor de vida:
                                                 el alma
mece su oscuridad y se ilumina
al sentir cómo endulza los sentidos
la miel de la lectura sosegada.


4

La noche desterró su hegemonía.
La claridad impuso sus antorchas.
Mientras disuelve el alma sus diamantes,
busca la vida seminar el tiempo,
la carne asedia la inmortalidad.



DOS

Verklärte Nacht

Abro el libro en la noche
mientras la nieve siembra su blancura
sobre la oscuridad del yermo.
Dos leños dan calor
a la estancia afligida.
El manuscrito dicta su experiencia
de siglos en mis ojos
y comprendo a los hombres, funerales
soñadores del tiempo.

Golpea el alba las vidrieras. Paso
una hoja miniada
y fluyen, de repente, los inviernos
en ella, y el verano;
y otra página trae la primavera
y me deja en mitad de un largo otoño.
Metáforas y enigmas
me asedian con su errante
ubicuidad inmóvil.

Ha pasado el futuro.

El fuego ya es pavesa, el candelabro
mantiene su fulgor, mis ojos miran
el espejo que siempre me repite
en su cripta inmortal.
Mi mano se desliza por la piel
de las hojas, y asoman los milenios
como lentos corceles desbocados
por la caligrafía fervorosa.
Estoy en cada instante, en la espesura
de la historia, en la flor, en la montaña
y el mar; yo soy todos los hombres
sentados ante un libro
y armados con la pluma.
                                              Lega el verbo
en mí su transparencia.

Prosigue el vendaval, cuaja en la estancia
el frío de los astros, el glaciar
de la noche.

Como si el alma fuera a eternizarse,
estalla el codicilo
y el espejo repite el universo.



TRES

La búsqueda ancestral


Hace un millón de años, el hombre contemplaba
el crepúsculo, luego
de haber cazado el alce, o defendido
el cenagoso oasis bajo la gran caverna
del cielo; y descansaba
tallando en las paredes
animales y signos, metáforas y estrellas.

Pasaron los milenios. El ocaso seguía
admirando a los hombres
que, a las puertas de Atenas,
reposaban después de la batalla,
soñando con la anchura
del secreto universo
entre urdimbres y brújulas.

Y los siglos corrieron tras el tiempo
y levantaron pórfidos y torres
bajo el sol, que ocultaba
su lumbre cada día
a quienes lo miraban desangrarse
en púrpuras enjutas.

Legó el ansia su fábula.

Dentro del corazón hay una isla
con prados y palomas, almendros y granados.
Siguiendo los senderos del tilo y la retama,
se llega a una alta roca,
como un ciprés erguido
cerca de las estrellas; y desde su estatura
desciende el infinito hasta los ojos
y es todo transparente.
El mar bate sus olas y baña el cielo azul;
el día se confunde con la noche
en una penumbrosa claridad,
y la brisa trasiega
la luz como una espora
por todo el firmamento iluminado.

Allí quiero llegar para quedarme,
luz yo también,
contemplando la dicha, el color de los días,
la soledad fecunda.



CUATRO

Recuerdo y profecía


Amanecen los lirios y la aurora se embriaga
con perfumes y estelas que la luz transfigura
en ojos invisibles y ciegos resplandores.
Camino entre las gotas de escarcha, entre los rayos
del sol adormecido. Despierta la abubilla
y responde el jilguero. Las hojas quebradizas
bajo mis pies murmuran la muerte del otoño
y ese antiguo dolor que hace del hombre
un animal hambriento de alegría.
La tierra huele a sed y a lluvia. Resplandece
el amoroso aroma de la fecundación
del agua sobre el surco. Los árboles acogen
suavemente la brisa y el campo se desnuda
y abraza el nuevo día.
                                           Me recuerdo de niño
bajo la higuera erguida, con sus frutos
almibarando el pecho de mi madre,
dejando su sabor, y el de mi madre,
en la succión voraz que sembraba en mi boca
anhelo y saciedad, semilla de una sed
de agua carnal.
                             Escojo el camino del sur:
un arroyuelo perezoso corre
hacia el llano fecundo, donde el naranjo guarda
la frutal armonía que estallará en el tiempo
en que el mundo regala su esplendor a los hombres.
La colina desciende con levedad y calma
al compás del arroyo, cuyas aguas serenas
refrescan entre légamos las orugas, las hojas,
mientras pulen el lecho de roca centenaria.
Al pie del montival una aldea despierta
bajo el sol desvaído. Corderos y lebreles
corifean la luz, estrangulan la noche
en un juego impasible que repiten los siglos.
Huelo a nostalgia antigua, a carne requemada,
a cataclismo mágico.
                                       Me recuerdo de niño:
hace milenios, frío y estriado por la lluvia,
asombrado, de pronto, por un color caído
del cielo sobre un árbol; y el furor y el espanto
de cuantos rodeaban mi vida en la caverna;
y cómo se acercaron a aquel monstruo de luz
y de calor en medio de la noche
hasta que consiguieron dominar su fiereza,
despedazar su furia y traerla a la gruta
para que iluminara la gran noche del miedo
y para que frotase, lejano, nuestra piel
devastada.
                     Aquel humo amoroso y tiznado
surge de los hogares en altas chimeneas
desde la lumbre antigua, reparte sus aromas
por la alegre mañana y siembra nubes
que repiten el eco de los niños,
el mundo edificado día a día por seres
que viven cuanto sienten en una égloga hermosa
de amores y dolor entretejidos.
Es una noble aldea. Cuelgan del tendedero
trozos de vestimentas y de felicidad
sencilla y clamorosa. Una puerta se abre
y un anciano se sienta junto al sol; el vacío
de la extensa llanura se llena de hopalandas
y el rumor de la vida se esparce en un trasiego
de vaivenes y prisas.
                                        También yo fui feliz:
despertaba en el alba, corría hasta la higuera
y sorbía los higos devorando a mi madre,
mientras los pajarillos, lujuriosos, llevaban
en sus picos migajas de sus pechos henchidos,
me robaban su néctar, se asomaban al vuelo
que mis pequeños brazos me impedían alzar,
triste y alegre yo, jilguero humilde, sueño
nunca cumplido.
                                  Dejo en esa villa ardiente
mi infancia arrebatada, mi redención fecunda.
Y sigo a las gaviotas, que trazan en el aire
sus arabescos grises hacia la mar, errante
como un ídolo añil buscándose a sí mismo
entre el cauce y la arena. Camino silencioso
junto a olivos y encinas, guiado por la música
de una orquesta de vidrio en la que un piano azul
se obstina en repetir el fragor de las olas
sobre el acantilado, donde pájaros y algas
componen un paisaje de tristeza
sedienta de alegría, y un esplendor oscuro.
En la mirada fija del océano veo
el ensimismamiento de una divinidad
desterrada hace tiempo: su ventura marchita
destruyó las palomas e impuso en la conciencia
desasosiego y ansia, persecución y búsqueda.
Se aleja la mañana.
                                        En su peregrinaje,
buscando el resplandor del cielo sobre el árbol
―aquella maravilla que solo el pedernal
imitaba un instante―, corrió el hombre fronteras,
contó estrellas, anduvo detrás del astro alzado
cuyo fuego sedoso se ocultaba en la noche:
y así el sol era el norte que ordenaba mis días,
los de todos nosotros, a través de senderos
y milenios: llevábamos tatuada
en la frente la imagen de la luz:
el talismán. Y el orbe y la existencia fueron
un viaje hacia el edén entre cavernas, fieras,
pirámides, babeles, monasterios y ruinas
del anhelo: la lucha interminable
por la derogación del flamigerio,
el retorno a la dicha, la conquista
del primer día.
                           Han pasado cuántas horas aquí,
cuánta mañana y tarde antes de sorprenderme
este ocaso incendiado como un alba
sobre los arrecifes, nidos de sal y caracolas,
escuchando el sonido de los siglos,
semejante este mar a un réquiem esforzado
en cantar como un himno, o una canción de cuna
que una madre meciese bajo los higos dulces,
bálsamo alegre contra la gris desolación.
Y se expande el clamor de la montaña de agua
tendida sobre el dorso de la tierra,
sirena jubilosa en una danza inmóvil.
Mientras, la noche grita: Amad la claridad.
Pero toda belleza es horror y amargura
para aquel a quien nunca le fue dado gozar.
En la alegría están las ubres de la vida,
dice el mar, canta el pájaro, sueña la infancia, reza
el anciano. Entre tanto,
el hombre gira y gira en torno al gran secreto.

Me anega aquella historia: de la carne
y del sueño se fueron desprendiendo
estigmas y leyendas, presagios y derrotas;
y las esquirlas del dolor cayeron,
cenizas del recuerdo, en el olvido.
Pasaron los diluvios y brotó
el manantial donde la transparencia
transfigura las ruinas en semillas.
Y fue un rumor de paz para mi sed:
todas las venturanzas del vivir
se hicieron miel y leche en su regazo,
raíz, eternidad, resurrección.
Del fondo del dolor emerge un himno,
heraldo del lugar desde el que clama
la luz en el desierto.



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