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LA CONSTRUCCIÓN DEL YO POÉTICO
¿Qué busca el poeta —y todo artista— sino hallar el nombre definitivo y absoluto de su identidad para otorgarle inmensidad y plenitud; un yo con los rasgos de (Huidobro:) «un pequeño dios», única manera de trascender el tiempo y consumar la transfiguración de la materia? Un artículo de Antonio Gracia.
La construcción del yo poético
/por Antonio Gracia/
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En ocasiones, lo que nos parece evidente no es lo verdadero: la lógica intuitiva nos dice que un quilo de hierro lanzado desde un precipicio llegará al suelo antes que un quilo de paja. Sin embargo, no es así. Ya Galileo lo demostró desde la Torre de Pisa, aunque no se confirmó eficientemente hasta que el astronauta David R. Scott lo hizo lanzando en la Luna una pluma de halcón y un martillo.
Igualmente, parece aceptable que las 154 sílabas de un soneto lleguen con la misma reverberación e intensidad emocional e intelectiva que las 154 de otro texto de igual estructura. Y tampoco es así, como demuestra la comparación entre los sonetos de Quevedo, Alberti y Núñez de Arce.
Cada vez que utilizamos una palabra, esta no surge virgen del diccionario denotativo, sino que arrastra todos los significados reverberantes de cuantos la han utilizado, reverberaciones que sacuden, con desigual fortuna, tanto al hombre de la calle como al autor más dotado, quienes le otorgan, enriqueciéndola o empobreciéndola, nuevas connotaciones: eso es lo que hace que un poema sea fértil o yermo.
Es la estrategia del creador de un texto la que ordena y talla los genes verbales, el genoma sintáctico, el adeene lírico. Porque, definitivamente, la sintaxis semántica es la que, convertida en demiurgo, categoriza un poema. Y es que en Arte —y en Lógica— el orden de los factores sí altera el producto.
Tal estrategia se encamina hacia la definición, construcción y emanación del yo individualizador, ese que nos identifica y nos hace únicos ante la muchedumbre y nos reafirma: la originalidad.
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Si repasamos nuestras vidas observaremos que nada hace tambalear tanto nuestra personalidad como cuando se cuestiona nuestro criterio, se nos dice que nos equivocamos o se nos tacha de vivir cercanos a la impostura, buscada o inconsciente. Tal estremecimiento de nuestra sensibilidad se produce porque el ser humano es un animal sintiente y pensante abocado a la construcción de una identidad que lo ennoblezca, un ser cuyo parecer sea notable y ejemplar. Y es el poeta —el artista— el que mejor encarna ese afán de íntima nobleza y perdurabilidad. Por lo tanto, toda poesía —todo arte— que no emane del cordón umbilical del yo, y lo urdimbre, está destinado a desaparecer, puesto que no emergerá como propio en el corazón mental de los humanos.
Empieza la conciencia devorando cuanta vida y arte le rodea para digerirlos y convertirlos en materia propia. Busca el yo personal que abarque el más allá y el más acá de los límites de la razón; luego, el yo individual configura el yo colectivo, social, intemporal, que es el que se constituye en huella dactilar de la humanidad.
Mucho tardó el hombre en finalizar el proceso de humilde egotización: de antropocentrismo. Tuvo que desbrozar los egoísmos, egolatrías, chovinismos, xenofobias, racismos…; contumaces y espurias consecuencias de una mala articulación de las pulsiones. Tanto tardó que hasta el Romanticismo no aparece como estructura síquica plena el concepto de originalidad: la autoafirmación e imposición del yo individual frente a la muchedumbre coetánea o póstuma, la búsqueda de una identidad artística que el tiempo no pueda destruir. Hasta entonces, Garcilaso podía imitar a Tasso o Petrarca; Góngora a Garcilaso, Quevedo a ambos… Fray Luis podía apropiarse de Horacio, y Ronsard del carpe diem de Ausonio. Todos los temas, y aun su armazón textual, eran bienes mostrencos, y el mundo literario y artístico no abominaba de lo que hoy llamamos plagio.
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Pero ya Don Juan Manuel manuscribió una copia de El conde Lucanor advirtiendo que si alguien encontraba algún error en la lectura de su obra no se lo imputase a él hasta haber consultado tal manuscrito y comprobado si era errata del copista (al Arcipreste de Hita, por el contrario, no le importaba que su Libro de Buen Amor fuese alterado por los lectores). Don Juan Manuel tenía ya, por lo tanto, conciencia de originalidad, de cincelador de estilo propio inalterable, y exigía como derechos de autor el respeto a la formulación de un yoísmo y a su inalterabilidad. La percepción y construcción del yo es tan pertinaz que mucho antes de que don Juan Manuel reclamase su individualismo autorial, lo había hecho, con las mismas palabras, Marcial, en el epigrama 8 del libro II: «Si encuentras, lector, en estas páginas algunas cosas demasiado oscuras o imperfectas, no me culpes a mí, sino al copista…».
Algo similar, quiero creer, le ocurrió a Cervantes cuando apareció el quijote apócrifo: más que le robaran un éxito y unas ventas, a Cervantes le dolería que prevaricaran a su personaje, que era tanto como robarle su alterego. ¿Y qué es la obsesiva colección de autorretratos de Durero, Rembrandt, Goya o Van Gogh sino la reescritura del pincel hasta el hallazgo del íntimo ser que habitaba en sus mentes? Similar conciencia de búsqueda de una excelsa mismidad expresiva muestra Valéry al afirmar que «lo que no he corregido muchas veces no me parece bastante mío», sino de la inspiración, esa descontrolada verborrista si no la sujeta la idónea pulimentación. Persecución de perfeccionismo que lleva a Dylan Thomas, por ejemplo, a reescribir sus poemas hasta doscientas veces. Y paralela conciencia (en este caso, de no haber alcanzado con su obra un espejo digno de la estatura de su yo anhelante) impulsaría a Virgilio y Kafka —eso quiero creer también— a pedir que sus escritos fueran destruidos (cosa que, en realidad, era un solemne acto de publicidad, pues conscientes eran de que no se cumplirían sus ruegos).
Si el Romanticismo, como digo, eleva el yo al pedestal de la gestación de la pluma (tanto que el freudismo surrealista se lanzará también a descubrir y conquistar el otro ensimismamiento escondido, el iceberg del Inconsciente) es porque el gen nuclear de la obra artística procede de ese yo individual que emerge en cada nuevo ser nacido, y ese renacimiento o reencarnación —solidario, no egoísta— es lo que le da validez e intemporalidad.
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En fin: ¿No es la búsqueda verbal, pictórica, musical… la construcción de un yo en el que se integren las virtudes del vivir y se eviten los errores de la naturaleza emocional y cerebral? ¿No busca todo artista la creación de un mundo alternativo y mejor que aquel que vive y en el que sobrevive? ¿Y no es la poesía —el Arte— pues, la panacea perseguida, el paraíso perdido, la rectificación de la obra de un Dios o Artífice Supremo? ¿Qué busca el poeta —y todo artista— sino hallar el nombre definitivo y absoluto de su identidad para otorgarle inmensidad y plenitud? Un yo con los rasgos de (Huidobro) «un pequeño dios», única manera de trascender el tiempo y consumar la transfiguración de la materia.
Sin embargo, hay tantos buscando esa obra en la que quepa el yo individual válido para el universal que permanecer vivo implica matar a los demás: es lo que se me antojó llamar el darwinismo artístico, en el que sobrevive el de más fuerte inspiración y más exacta formulación.
De manera que si en el principio no fue el verbo, ni el logos —porque, al parecer, fue el big bang—, para el homo sapiens la poesía sí fue un yo emanativo de todo nuestro conocimiento.
Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario(2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de Homero, La condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obra, Ensayos literarios, Apuntes sobre el amor, Miguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo y La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.
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