Strawinski: La sacré
10.- El choque de los cuerpos.-
Mary Shelley, a los 16 años, escribía: "...sintiéndome realmente viva, amada". Y no se equivocaba en su identificación de vida con amor. Porque el amor es la confluencia de sentimientos y pasiones, fiebre tumultuosa y espasmódica que solo halla descanso al consumirse en el fuego que la incendia. La imantación recíproca que ejercen la masculinidad y la feminidad es la prolongación de la fuerza genesíaca del macho y de la hembra que liberan su energía agresiva en el orgasmo, liberación imprescindible para el mantenimiento del equilibrio biológico: porque, sin duda, la identidad de la especie homo sapiens es la de “ente sexual pensante”, “ente perpetuador de sí mismo”, antes que ninguna otra cosa. El ser humano ha heredado de ese vigor fungible la necesidad de perpetuación como aceptación por parte de la Vida de que el “ser sexual” es un ser que se realiza y cumple con su significado cuando forma parte de la cadena de la supervivencia: cuando mediante la eyaculación y recepción del semen -la fertilización- se prolonga en el otro, que es un yo inmerso en la inconmensurable carrera de relevos que es la existencia y es la Humanidad. Porque en los genes se agrupa la materia, la sustancia, la esencia. Véase cómo, exaltando la sexualidad, el amor nace de ella, en este poema de Diego Torres:
Dama de la mirada luminosa:
cómo golpea el viento tus caderas
desnudas junto al mar,
que guarda su fulgor bajo tus párpados;
arrecifes de luz rasgan tu piel
y te abrazan las olas
persiguiendo la cópula infinita.
Tus pies errantes trazan en la arena
huellas de antiguos peces,
sirenas diluidas, geometrías,
fábulas de coral, astros de fuego.
fábulas de coral, astros de fuego.
Hay en tus labios pájaros,
frutos y laberintos.
Te persigue el océano amoroso,
la lluvia interminable te persigue.
En tus ojos la noche
se llena de caminos:
mientras gira la luna
-doblándose en tus senos-,
tu cabello derrama su azabache
sobre mi rostro: y nazco
cuando llega el amor desde tu sexo.
Ahora bien: cuando la inteligencia necesitó crear la reglamentación social y de esta se derivó la intolerancia, lo que era pura biología, estado natural y orden sin caos, se vio afectado por la razón, represora o controladora. Y propuso un orden generador de caos, porque la animalidad entró en conflicto con la racionalidad. Entonces se bifurcó la mente bajo el peso del cuerpo: se espiritualizó para sobrevivir o mantener vigentes, aunque clandestinados, los instintos sicofísicos desterrados al subterráneo de la conciencia: y la concupiscencia se convirtió en sublimación, inalcanzabilidad, trovadorismo, misticismo: al fin y al cabo, ancestrales eran los ritos religiosos a la fecundidad agrícola y humana (y así lo grita el ritmo genesíaco de La sacré du Printemps de Strawisnki), y la carnalidad fue considerada un agravio, un pecado, un ostracismo y un tabú.