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lunes, 5 de junio de 2017

Cuando mueren... (Libro de Teluria, XII)


Purcell: Lamento de Dido

Una excavación litúrgica en el horizonte patagónico ha dejado al descubierto las ruinas de un monasterio regido al parecer, in illo tempore, por el Arzobispo de Constantinopla, y en él un cofrecillo con diademas y textos. Por ellos parece colegirse que tanto Los versos de Trovadorius como El libro de Teluria no son solamente dos series de poemas que se corresponden y parlamentan de un amor entre dos amantes concretos. Causa dan para pensar que, más allá de su contenido autobiografista, son un intento de convertir en icono la historia del amor universal: la tentativa de reflejar el enamoramiento anhelado e imposible de toda mujer y todo hombre. Lo que todo autor quisiera alcanzar con su obra: unos Adán y Eva no expulsados del paraíso erótico.
     Algunos mestureros afirman que soy yo el autor de estos versos, y aun de los de Trovadorius, recurriendo al fácil tópico del manuscrito ajeno encontrado -como hicieran Cervantes o Bécquer, por ejemplo-. Bien quisiera yo ese humilde honor, pues que aunque sin pretensiones literarias, Teluria y Trovadorius dieron con su correspondencia una breve y discreta lección. Comoquiera, afirmo yo la mentirosidad y alevosía de quienes esos infundios esparcen por doquiera.
     Dicho lo escrito, he aquí otros dos poemas:

26
Cuando mueren aquellos por los que moriríamos,
un inmenso sepulcro se abre en nuestro pecho
y enterramos la vida como a un cadáver triste
que cuelga de nosotros insistente.
Siempre decías que vivir es sólo
tratar de recordar otra existencia
en la que fuimos todo cuanto queremos ser,
porque la muerte es una puerta ignota
tras la que abandonamos los recuerdos.
Tú que alumbraste mis marchitos ojos
y le diste razón a mi existencia,
vuelve un instante y dime que aún es tiempo
de entregarme a la vida y no a la muerte.


27
Nada perdura. Mueren las estrellas.
Los amantes se olvidan o se tornan ceniza.
Las glorias enmudecen, y tortura el fracaso.
La belleza es efímera; y su gozo, fugaz.
Sólo por ser pasado se convierten
en nostalgia las cosas;
y tan sólo nos queda la memoria,
falso palacio y vivo cementerio
de lo que fuimos y quisimos ser.
Todo cuanto anhelamos lo devora la tierra.
Todo zozobra y cae, y todo es un naufragio.
Las hojas se marchitan igual que sueños rotos
y el mundo de los vivos nos recuerda a los muertos.
De nada sirve hallar consuelo en dioses
o en transfiguraciones de esta vida,
pues todo es podredumbre tras la muerte.
Y tampoco llorar vale de nada:
las lágrimas se funden con la lluvia
en el diluvio universal del llanto.
No existen paraísos, sólo infiernos.
Y la escritura es siempre un mausoleo.
En el último instante, en todo instante,
el corazón se abraza a la existencia
y quiere seguir siendo
cuanto fue, cuanto es, cuanto no ha sido.