¡Qué placer esta mañana: pasear por las calles sin que nadie te empuje, te arrastre, te grite como si fueras tú quien está al otro lado de su móvil, sin que estallen los cláxones azuzándote a cruzar más deprisa los pasos peatonales, sin periódicos embusteros, sin que parezca que estás en medio de un combate medieval con las espadas convertidas en prisas, codazos, pisotones...!
¡Qué animal más hermoso es el hombre!, dice el poema, tal como sentían los griegos. Pero qué monstruoso ser es la muchedumbre. ¿Por qué no aprende de los niños, que forman un rumor jubiloso cuando, juntos, se alegran? La muchedumbre parece no disfrutar del todo si no molesta al individuo, a todos los individuos que prefieren no muchedumbrarse.
Esta mañana no había muchedumbre. Quizá bebió más champán de la cuenta, o se durmió muy tarde. Ni siquiera automóviles, ni bares, ni carreras hacia ninguna parte, ni convencionales muecas de alegría... Los semáforos ejercían su oficio entre sonrisas de colores... El silencio era hermoso: como debió de ser en el origen.
Gracias, Nochebuena: algo bueno me has dado, aunque dure bien poco porque pronto dejarás paso al tumulto universal que conduce a Nochevieja.