Chopin; Preludio op 28, 4
!Palabras, palabras, palabras...!, dice Hamlet.
Eso es lo que le sobra a la mayoría de los poetas: el material con el que trabajan. Como si escribir fuera una verborrea y no una contención expresiva: una gesticulación en vez de un sereno rostro. O como si las pinceladas en el cuadro tuviesen que pesar dos o tres kilos, aliñadas con periódicos y néctares de basura fermentada. Y como si las miniaturas de Schumann y Chopin no dijesen más que tantas fanfarrias sinfonísticas.
Toda obra exige densidad, y armonía, en su estructura.
Naturalmente, el proceso creativo empieza con el aprendizaje: callar todo cuanto estorba para lo que pretendemos decir diáfanamente. Tachar los abalorios, la circunstancia que encubre la sustancia.
Primero llega el aluvión de las emociones, arrastrando tierra, piedras y cuanto subyace en la conciencia sentidora. Después, la reflexión pulimentadora. Hasta dejar la médula que ha gloriosamente ardido en el rusiente corazón y espera convertirse en ascua escueta, diamante atesorando la densidad del lírico elemento que llamamos poesía.