El Gran Gol
Paseaba yo por las calles nocturnas y desiertas, extrañado de tanta paz, silencio y estrellada noche.
De pronto escuché un grito de miles de gargantas agrupadas en la misma indescifrable voz que, al individualizarse ya desgañitada, distinguí que era la palabra ¡¡¡¡GOL!!!!
Qué tristeza tan grande me produjo la eufórica alegría de esos millones de conciencias, solidarias con un frívolo y certero puntapié -y no donde la espalda pierde su honesto nombre- en un juego tan digno como cualquier combate millonario.
Y pensé: ¡Qué diferente sería el mundo si los hombres mantuvieran tan excesiva solidaridad cuando ven a otros hombres morir, a otros niños morir, a la hambruna meter el gran gol de la gran muerte!
Pero no; el dolor ajeno no tiene tal poder de convocatoria: no hay estadios en los que amontonar ayudas a aquellos cuyo único balón es el del oxígeno que les falta en los pulmones porque el sibaritismo de vivir simplemente cada día con un trozo de pan no ha llegado hasta ellos.