Por
una elevada senda. Antonio Gracia
Vitrubio.
Madrid.
Mª José BAS ALBERTOS
Por una elevada senda» es
el título del último libro de Antonio Gracia. Destacan en sus
páginas, ante todo, la serenidad con la que el poeta se acerca a
los temas que trata y la armonía de unas formas que se contienen en
los límites del verso blanco y el so- neto. No hay aspavientos ni
lamentos en sus versos; tan sólo un meditar sobre la vida que se
escapa como un río que fluye hacia la nada. Pero este río que
contempla es también un espejo; y en él vislumbra su futuro:
Oigo al que fui decirme que existe todavía
mientras el que seré dice ser el que soy.
La algarabía suena dentro del laberinto
en donde la existencia teje su identidad.
El fluir temporal, como vemos, no deja lugar apenas al presente; y aparece, por tanto, entronizado el instante: la medida de la eternidad. Muchos ecos culturales en tan solo unos versos: Heráclito, Jorge Manrique, Quevedo...
Oigo al que fui decirme que existe todavía
mientras el que seré dice ser el que soy.
La algarabía suena dentro del laberinto
en donde la existencia teje su identidad.
El fluir temporal, como vemos, no deja lugar apenas al presente; y aparece, por tanto, entronizado el instante: la medida de la eternidad. Muchos ecos culturales en tan solo unos versos: Heráclito, Jorge Manrique, Quevedo...
Así es la poesía de
Antonio Gracia: sencilla, pero a la vez intensa, con raíces
profundas en una tradición que alimenta y renueva. Y no hay que
olvidar tampoco esa veta a la que desde el título del libro se
apunta: la mística. El impulso ascensional rige su andadura poética y en muchos poemas se percibe ese afán por alcanzar las cimas: el cielo, las estrellas, el sol. Hay que entender, no obstante,
que esas cumbres no son tan sólo espacios; son también estados.
El poeta busca una iluminación espiritual que lo haga trascender
la materia, el cuerpo; e, incluso, las palabras:
Y con los ojos cerrados
abiertos hacia la luz,
contemplaría los fuegos
y los glaciares que agitan
el espíritu y lo elevan
allí donde la pluma se detiene.
La paradoja, que es uno de los recursos más habituales de la mística, no podía faltar en este libro; nos habla, de este modo, de «una noche iluminada» y de una «luminosa oscuridad»: de la noche oscura del alma. Aunque también Antonio Gracia ama la noche porque es sinónimo de libertad: los límites diurnos se quiebran y la imaginación crece a sus anchas.
Y con los ojos cerrados
abiertos hacia la luz,
contemplaría los fuegos
y los glaciares que agitan
el espíritu y lo elevan
allí donde la pluma se detiene.
La paradoja, que es uno de los recursos más habituales de la mística, no podía faltar en este libro; nos habla, de este modo, de «una noche iluminada» y de una «luminosa oscuridad»: de la noche oscura del alma. Aunque también Antonio Gracia ama la noche porque es sinónimo de libertad: los límites diurnos se quiebran y la imaginación crece a sus anchas.
Sin embargo, este recorrido
que va desde la sombra hacia la luz no está exento de dificultades.
Muchos poemas son el recuento de las tentativas fracasadas, porque
el dolor, arraigado en el corazón del hombre, impide acceder al
goce. Por eso, cuando
la luz parece coronar la frente
de la clara existencia ensimismada
en la conquista de la infinitud,
de pronto, surge
la muerte y su estallido,
la eclosión bajo el cráneo,
la súbita memoria de la nada.
Y es que la alegría nace de la naturaleza; de ahí que se pregunte:
¿Qué mueve el universo sino el júbilo,
germen frutal de la naturaleza?,
y diga:
Sólo engendra belleza la alegría
y sólo en la alegría hay claridad.
El renacer eterno de la naturaleza nos trae a la memoria otras filosofías y otros poetas. De esta manera, el panteísmo es, en el último poema del libro, la razón de sus anhelos:
Aspiro la alegría
del pájaro y del sol, el árbol y la piedra;
y el corazón presiente el júbilo del mundo.
Henchido como un sueño, desciende el firmamento
azul hasta mis ojos
y abrazo el infinito.
Un manantial de luz derrama sus torrentes.
Yo soy el universo.
Su proyecto vital y poético culmina en el éxtasis de la unión, aunque no es cantado desde los tópicos amorosos de la mística, ausentes, por otra parte, en esta obra.
la luz parece coronar la frente
de la clara existencia ensimismada
en la conquista de la infinitud,
de pronto, surge
la muerte y su estallido,
la eclosión bajo el cráneo,
la súbita memoria de la nada.
Y es que la alegría nace de la naturaleza; de ahí que se pregunte:
¿Qué mueve el universo sino el júbilo,
germen frutal de la naturaleza?,
y diga:
Sólo engendra belleza la alegría
y sólo en la alegría hay claridad.
El renacer eterno de la naturaleza nos trae a la memoria otras filosofías y otros poetas. De esta manera, el panteísmo es, en el último poema del libro, la razón de sus anhelos:
Aspiro la alegría
del pájaro y del sol, el árbol y la piedra;
y el corazón presiente el júbilo del mundo.
Henchido como un sueño, desciende el firmamento
azul hasta mis ojos
y abrazo el infinito.
Un manantial de luz derrama sus torrentes.
Yo soy el universo.
Su proyecto vital y poético culmina en el éxtasis de la unión, aunque no es cantado desde los tópicos amorosos de la mística, ausentes, por otra parte, en esta obra.
Para terminar, podemos
decir que esta poesía, que se afirma desde la primera persona como
experiencia que vive el poeta, no gusta de excelsos vuelos metafóricos. Y a pesar de la insistencia en los sentidos: la vista –«los
ojos se fecundan con la luz/ amarilla y rosada del ocaso»– y el
oído –la música de Haendel se escucha en algunos versos y los
mirlos «encendidos» levantan «pentagramas en el aire»–, a través de los que el poeta intenta percibir otros órdenes ocultos en
la realidad, no hay apenas imágenes o símbolos. La palabra se
despoja de los adornos y se purifica también como el poeta.
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