Copland: Fanfarria para un hombre común
Siempre me ha sorprendido que se le ponga precio de venta o compra al arte que nace porque el autor siente auténtica necesidad de expresarse para redimirse. Quiero decir: si un poema supone la extirpación de un tumor síquico o la consecución de un diamante lírico -que es como debe tallarse todo poema-, es el poeta el que debe estar agradecido tanto por la liberación de su mal como de la adquisición de su bien. Sin embargo, viene un concurso, o una editorial, a pagarle una escandalosa cifra por un puñado de versos, a mil euros cada página.
Bach y Hadyn fueron lacayos de la nobleza. Mozart, Beethoven y Wagner constituyen la tríada que, gradualmente, ennobleció el arte de la música y la independizó como obra de su autor (el, luego, "debéisme cuanto he escrito" de A. Machado). Bien está que, una vez dignificado el arte, cada obra, como todo trabajo, tenga su remuneración. Y tampoco negaré que cada uno está en su derecho de escribir o pintar para vender: para eso basta con enviar una y otra vez a esos concursos dedicados a la Virgen, el Ejército o la Santísima Alcachofa Pituitaria. Pero el caos y la injusticia llegan cuando el artista se comporta como un futbolero que recibe vítores millonarios por un puntapié balonístico, tres pinceladas saltimbanquis o dos estrofas horrípilas.
La poesía -el arte- convertida en pan y circo. ¿No sería mejor que, si lo que pretende un poeta, por ejemplo, tras haber puesto nombre digno a lo que siente, es darlo a conocer, le baste con la publicación y, en todo caso, un mínimo salario por su tiempo? Pues no: por un puñado de versos, equis millones de céntimos. Así solo se publicita la escritura de malos libros, pródigos en verborrea y carentes de poesía.
Mejor es lo que hacen algunas editoriales: promocionan concursos cuyo único premio consiste en la edición de la obra.