La pintura
nació de la progresiva prolongación del dibujo, y a él regresa,
tras haber pasado por el cómic, en la muestra de Manuel Galdón
que ahora se exhibe en la Lonja del pescado.
Cuatro
composiciones, y unos pequeños bocetos y breves borradores verbales,
bastan para lo que el autor parece pretender. Una de las
composiciones refleja a una mujer rodeada por un magma marítimo, no sé si descendente o ascendente del cielo, sola
en su deserción del mundo, o abandonada por él. Las otras tres
exponen grupos de ciudadanos de varia condición mirando fijamente al
espectador que los contempla.
Nunca
he creído en la eficacia artística del arte social, porque si algo
debe perseguir el artista es huir de lo circunstancial y conseguir la
intemporalidad. Eso es lo que cualifica a los grandes maestros: han
buscando en sí mismos las raíces esenciales del hombre para
trascenderlas y ofrendar la solidaridad universal. Eso consiguió Van
Gogh con Los
comedores de patatas,
o el Picasso del Guernica:
elevar lo concreto, hacer
que cualquier ciudadano de cualquier tiempo sufra emocionalmente el
hambre y la guerra como lo sufrieron los coetáneos de los cuadros en
que se inspiraron sus autores.
Pero,
¿qué hacer con el hombre que vive y sufre el hoy cotidiano?
¿Olvidarlo en aras de la pureza artística o dedicarle
solidariamente unas líneas, dibujos, poemas que denuncien el
malestar que padece? ¿No hicieron esto los Sócrates
y Pericles,
los
Marx y
Bertol Brecht, Maiakoski y Shostakovich, Eisenstein o Rossellini?
Este
cómic trágico de Galdón parece enunciar la soledad de las masas y
denunciar a quien las convierte en desamparada muchedumbre. Detrás,
como un guía salvador, se yergue el espíritu de La
libertad guiando al pueblo,
de Delacroix,
y la imagen troquelada de Operarios,
de Tarsila
do Amaral. La
mirada expectante, ausente de emociones, transmeditativa, tal vez
acusatoria, aporta a estos trazos desnudos de retórica y color el
suficiente realismo como para que sobren los aspavientos y las
gesticulaciones. Y apunta probablemente a una realidad como la que
atraviesan hoy millones de ciudadanos en esta sociedad del
desempleo.
Porque
no solo pobreza, sino desorientada soledad es la que siente el
postergado: la soledad de estar acompañados por unos semejantes que
nos son ajenos. Ese es el mal social: la deshumanización del
humanitarismo. Porque, como escribió otro alicantino, Carlos
Sahagún,
"nada
vale vivido en soledad".
Sobre todo si primero no hay, siquiera, el proverbial “contigo, pan
y cebolla”.
La
solución ya no está en la violencia contenida de los indignados,
sombra de lo que escribiera el también alicantino Pla y Beltrán:
“que nuestros versos sean ágiles bayonetas...”. El ciudadano,
difícilmente sereno y solo ante quien lo manipula y lo masacra,
debería decirle a los otros ciudadanos que, contra lo que suele
pensarse, nada nos hace más fuertes que sentir que nos azota la
injusticia; y unirse como se unen estos rostros insumisos e
impasibles. Cuando eso ocurre, la solidaridad hace temblar a quien
gobierna.
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