Orff: O Fortuna
Escribía Tediato:
¡Si pudiéramos gozar el instante sin temer que el fugitivo tiempo nos lo arrebate!
¡Y si ese instante nos hallase entre las manos del amor!
¿No se aman las flores y el rocío, las aves y los árboles?
¿Y no podemos nosotros vivir y amar sin temor a la muerte?
¿O siquiera morir mientras amamos?
¿O siquiera morir mientras amamos?
Ya Catulo, desde la Roma del siglo I a. C., lo anhelaba:
¡Vivir, Lesbia, y amar! Vamos a ello.Puede ponerse el sol, salir de nuevo,
pero la breve luz de nuestros días,
una vez que se apague, será noche.
Dame mil besos ya, dame cien luego,
y más tarde otros mil, y otra centena,
y mil más y cien más, todos seguidos.
Y Rufino, desde la Grecia del siglo II d. C., entre tantos otros que recogieron el eco o lo amplificaron, lo repite:
Esto es la vida, solo esto: placer. ¡Al infierno las penas!Páselo yo bien hoy, que el mañana es un misterio.
Contravenía, así, la costumbre de la fidelidad que Propercio había aceptado:
Cintya fue mi primer amor. Cintya será el último.Mi destino es no dejar de amarla ni amar a otra.
En la Persia del siglo XI, Omar Khayán cantaba al vino como antídoto contra la conciencia de la fugacidad:
Antes de que te asalte la muerte
pide el mejor de los vinos.
En el mundo árabe, Abu Nuwás renegaba, en el siglo VIII y como un nuevo Anacreonte, de las responsabilidades ciudadanas para dedicarse a los placeres:
¡Hombres, a mí qué me importanAntes de que te asalte la muerte
pide el mejor de los vinos.
En el mundo árabe, Abu Nuwás renegaba, en el siglo VIII y como un nuevo Anacreonte, de las responsabilidades ciudadanas para dedicarse a los placeres:
las espadas, los combates!
Yo solo sigo una estrella:
la del placer y la música...
Si de juergas se tratara,
o de pasarme la noche
junto a vírgenes hermosas,
me veríais convertido
en un héroe de los árabes!
Deseo solaz y amor
y gozar de las pasiones.
Ramadán solo me place
si estoy fuera de su alcance!
Pero Angrac Ianto -como anoté AQUÍ-, en el otro extremo del mundo, yendo más lejos y "a por todas", no esconde su cinismo y desenfado al escribir su Ars Amandi, en el que parece justificar la infidelidad aduciendo un amor constante más allá de la amada:
Ars Amandi
Porque tanto he amado, puedes estar segura
de que es a ti a quien ama mi corazón furioso,
pues conozco y distingo los enamoramientos
de la carne y el alma, y cuándo es pasajero
o perenne el fervor de dos cuerpos amándose.
No dudes más de mí; y para que comprendas
cuánto es mi amor, diré que cuando estoy sin ti
y la pasión me empuja a saciarme con otras,
tan solo lo consigo si imagino que eres
tú a quien abrazo y beso, tú quien me hace estallar
y derramarme dentro de tu cuévano airado.
Necias son las razones de tal fidelidad
-pensarán muchos necios-. Pero nadie me obliga
a amarte, y yo me obligo a que todos los cuerpos
tomen la forma exacta de tu cuerpo y tu espíritu,
forzando así las leyes de la Naturaleza.
No espero que me premies por ello, pues lo hago
porque no hay perversión como la castidad
y porque amarte en otras prueba mi amor constante:
¿O acaso no dirías que mi amor se ha extinguido
si porque no estás cerca ya no te deseara
y me atreviese a todo por ser uno contigo?
Al fin y al cabo, vienen a decirnos todos ellos, lo que cuenta es vivir, y la vida se va y nos deja solos con la muerte, esa triste princesa casquivana que con todos se acuesta, pues busca en cada uno de nosotros su príncipe para despertar ella también en una vida que no sea luctuosa. Al tiempo viene a decirnos: No dejes de hacer ahora lo que debieras haber hecho antes; eso es, en realidad, el carpe diem: gozar el erotismo del instante, su vívida lujuria, el fuego existencial.
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