Britten: War Requiem
Se equivocó Calderón -o fue piadoso- al afirmar que
"el delito mayor / del hombre es haber nacido"; porque mayor crimen
es matar, que supone un acto de voluntad, que nacer, que es solo una
circunstancia irrenunciable. Consignas como "haz el amor, no la
guerra" o "amémonos para evitar la muerte" tienen enfrente otras
como "quien a hierro mata, a hierro muere", y todas, de factor común,
la muerte como exigencia o paradoja. Y es que, desde la Prehistoria,
"están los viejos cuchillos / tiritando bajo el polvo" (García
Lorca). Bien lo comprendió Miguel Hernández cuando, recogiendo la tradición
del homo homini lupus, escribió: "He regresado al tigre: /
aparta o te destrozo. / Hoy el amor es muerte / y el hombre acecha al
hombre".
Los poetas siempre han sido considerados sinónimos de
locos, y los locos han sido marginados por el poder. Pero hay
muchos locos, o megalómanos, que están en el poder.
Pushkin avisó: "Humillados por el fatal poder / se yergue el alma frente
al mal". Y Nekrasov: "El pueblo sufre y llora; que sean sus sollozos
/ un toque de silencio para los poderosos". Muchos poetas han intentado la
espiritualización de las masas; el poder, la masificación materialista del
espíritu individual, como demuestra Cervantes: "A la guerra me lleva / mi
necesidad. / Si tuviera dineros / no fuera, en verdad". Y es que
"Poderoso caballero / es Don Dinero" (Quevedo).
Durante años se ha utilizado la coartada de que ya es
imposible una guerra peligrosa porque supondría la extinción
de la humanidad, como si cada vez que se asesina a un hombre no muriéramos
todos, con él, un poco. Pero hoy existe una cultura de la paz y una cultura de
la muerte, y quienes trepan al poder parecen, como he dicho antes, analfabetos
de la primera y drogadictos de la segunda. "Hay dos razas, dos especies,
dos caminos que marcan las rutas de la tierra. / En una estamos los que vemos
la vida pura y tersa, sencilla y repartida. / Y en otra están los de la vida
oscura y el hambre de dominio", dice Manuel Pinillos. Estos son los que
persiguen hacer de sí mismos "un monarca, un imperio y una espada"
(Hernando de Acuña). Estos dominadores, caudillos "altivos adoradores del
dios de las batallas" (J. A. Goytisolo) deberían recordar a Debora
Vaarandi cuando escribe en El aviador de Hiroshima: "Vi,
debajo, la ciudad en llamas / como nube de fuego / y un hongo repugnante y
siniestro / levantándose al sol". Debieran recordar a los soldados los
versos de Bertolt Brecht: "Mi hermano es un conquistador. / A nuestro
pueblo le hace falta espacio. / El espacio que mi hermano conquistó / es de un
metro ochenta de largo / por un metro cincuenta de profundo". Y todos los
ejércitos debieran entonar, antes de disolverse, el canto de Nicolás Guillén:
"No sé por qué piensa tú, / soldado, que te odio yo, / si somos la misma
cosa / yo, tú". Todos, en fin, debiéramos gritarle a la injusticia, como
Dámaso Alonso: "No morderás mi corazón, / madre del odio. / Nunca en mi
corazón, / reina del mundo".
Antes de que los hombres pisen más "sangre de hombres
vivos / muertos, / cortados de repente, heridos súbitos, / niños / con el
pequeño corazón volcado" (Blas de Otero); antes de que estén "tintos
los campos y los mares rojos" (Quevedo) y todo sea "campos de
soledad, mustio collado" (Rodrigo Caro), es preciso evitar "la
inhumana / furia infernal, por otro nombre guerra" (Garcilaso). Hay que
huir, en frase de Mao, de "los vientos y tormentas de la lucha". Hay
que subrayar a Maiakoski: "Y la gente salió con sus banderas blancas. /
Suplicaba: ¡Basta ya! / Nadie ha pedido / que la victoria sea / para su
patria". Y, puesto que todos seríamos -somos- perdedores, hay que actuar
"más de esperanza que de hierro armados" (Cervantes), y creer con
Blas de Otero: "Creo en la paz. He visto / altas estrellas, llameantes
ámbitos / amaneciendo, incendiando ríos / hondos, caudal humano / hacia otra
luz: he visto y he creído".
No hay tiempo que perder, lo dice Ángel González:
"Habrá palabras nuevas para la nueva historia / y es preciso encontrarlas
antes de que sea tarde". Hay que desnudarse y desenvainarse el homo
belicus "antes que el tiempo expire en nuestros brazos"
(Fernández de Andrada), antes de que todo se convierta "en tierra, en
polvo, en humo, en sombra, en nada" (Góngora). Neruda nos lo pide desde
una cima, un grito: "Sube a nacer conmigo, hermano". Y César Vallejo,
a quien tanto le "dolía" el hombre -"¡No mueras, te amo
tanto!"- se lamenta: "¡Tanto amor y no poder nada contra la
muerte!".
Creo que todos tenemos el deber de quebrar esa afirmación.