Sufría muchos sufrimientos un poeta romano, hasta el punto de que hubo de aposentarse como limosnero a las puertas de Roma, donde padecía escarnios, hambre, frío, y otras desgracias.
Pasó un día Mecenas y, observándolo, dijo: Acompáñame, que yo te pondré en situación de que puedas alimentarte a ti y a tu verso, sin necesidad de perder tu talento en los menesteres cotidianos.
El sufriente poeta contestó: Disculpa, oh gran Mecenas, que rechace tu dádiva y te ruegue que a otro ofrezcas tu ayuda. Mucho agradezco tu generosidad. Pero yo escribo sobre lo que siento. Mi escritura, fruto de mi sentir y mi pensar, es mi alimento. ¿Y cómo, y qué, escribiría si no sintiera el hambre y la sed, los rigores de la injusticia y la desdicha, la lluvia, el frío, la maldad y la bondad... ¡Escribiría sobre lo que desconozco! ¡O enmudecería! Perdona mi soberbia...
Pero Mecenas, comprendiendo que el poeta rechazaba su destino porque creía ser su dueño y no su esclavo, lo convirtió en el blanco de sus iras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario