La templanza
Qué hacer cuando, inesperadamente, todo se vuelve contra nosotros y el mundo parece un lugar inhabitable? ¿Despreciar como nos desprecian? ¿Actuar como si la mejor defensa fuera el ataque? ¿Crear mayor violencia respondiendo a la de quien nos hostiga? Solo en tiempo de paz vemos la verdadera dimensión de la guerra y sus estragos, sea entre individuos o entre naciones. Así que cuanto antes desterremos la agresividad, recurramos a la templanza y pacifiquemos los impulsos, antes el corazón dejará libre la conciencia para que su visión sea equilibrada.
Por ejemplo: cuando se nos insulta, tenemos dos opciones: sentirnos insultados -porque nos sabemos culpables- y responder insultando -como un acto reflejo que la imperante ley de la fuerza aplaude en esta sociedad- o detener la compulsión agresiva porque nos sabemos inocentes y porque, en cualquier caso, no hay mayor ofensa para el agresor que la indiferencia. El silencio desarma al que grita, como el gesto pacífico desconcierta al violento. Cuando alguien nos chilla es difícil oírlo, por más que los oídos se estremezcan ante su pataleo: porque, ¿cómo entender a quien defeca por la boca, y de qué manera mágica escuchar la voz de los fantasmas disfrazados de personas? Y aun, si acaso los oyéramos, ¿qué decir?
La sociedad prefiere una mentira convincente a una pobre verdad. Además: la valentía no consiste en luchar contra la necedad, sino en mantenerse al margen de ella, digan lo que digan cuantos nos rodean: ¿no es preferible ser nadie en un mundo en el que ser alguien significa haberse vendido a las estratagemas y las convenciones de la fama o el cotilleo?
El mundo, en general, es bueno; y lo sería más si algunos no se empeñaran en emponzoñarlo. Sumadas de una en una, hay más personas bienintencionadas que malintencionadas: hay quienes tienen como premisa que los otros son honestos, y hay quienes desconfían por principio de los demás: cada uno piensa del otro lo que no quiere reconocer de sí mismo. La ira -cualquier pasión- se alimenta a sí misma si no la atajamos. Algunos dicen de los coléricos que «tienen mucho carácter», cuando en realidad manifiestan muy mal carácter. Lo cierto es que ni el mejor ni el peor son elegidos democráticamente, sino que se constituyen en tales por su espontaneidad o contumacia. Si la prudencia y la templanza fueran pilares de nuestro comportamiento habría menos heridos en esta extraña paz llamada sociedad.
Naturalmente, hay que tener en cuenta las opiniones ajenas -si no son gratuidades con pretensión de dogmas-; pero no hasta el punto de que anulen nuestro criterio -a menos que reconozcamos que sus razones son más razonables que las nuestras. Pero, como «El gran masturbador» daliniano, el contumaz suele ser un onanista de sus convicciones, a pesar de que considere su opinión tan valiosa como la obsesiva y sensibilizadora nota de Chopin en su conocido «Preludio de la gota de agua» (opus 28, nº 15).
En fin: ya nos mostró Cervantes que hay dos formas de afrontar al ofensor amante de calumnias: mientras Avellaneda, queriendo que prevaleciesen su nombre y sinrazón, ultrajaba a Cervantes, este, más noble, inteligente y comedido, repudió todo acceso de cólera y dejó que los gritos del apócrifo se convirtieran en sus propios fiscales.
Y en resolución: ¿Por qué sentirse ofendido por quien tiene como norma la incontinencia verbal, o física, y la utiliza como le conviene? Y, sobre todo: ¿Quién es más dichoso, el que se sabe rodeado de inocentes o el que da por supuesto que vive entre culpables?
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