Bach: Suite nº 3
IDENTIDAD E INTENSIDAD EN LA POESÍA DE
ANTONIO GRACIA.
Conocí personalmente a Antonio Gracia en Orihuela, iniciada la década de los 80. Era
entonces un poeta que empezaba a publicar sus primeros libros con una personalidad
manifiesta y, a pesar del carácter de búsqueda esencialmente existencial y
pesimista de los mismos, además de la cierta complejidad psicológica que los
impregnaba, se mostraba lleno de entusiasmo hacia la literatura; de manera que
su vocación literaria era explícita y reconocible.
Desde los 3 ó 4 años vivió
en Orihuela y estudió en el Colegio de Santo Domingo de esta ciudad, edificio
que llegó a albergar la universidad literaria de Orihuela en el siglo XVIII. Allí
cursó el bachillerato y luego realizó estudios de filología en Salamanca, hasta
que se trasladó a Alicante para dedicarse profesionalmente a la docencia en
enseñanza media. Tuve oportunidad de conocer, igualmente, algunas de sus
primeras publicaciones en prosa, premiadas en el I concurso de cuentos “Gabriel
Sijé” de 1973 y el Premio de novela corta “Gabriel Sijé” de 1980, con
narraciones cuyos títulos fueron Un
cuento llamado Elegía y Viaje. Algunos
de sus primeros libros fueron reseñados por mí en periódicos locales o
provinciales y llegué a colaborar en algún número de “Algaria 0”, la revista de
poesía que fundó y dirigió en Alicante y a la que entregó muchos de sus mejores
desvelos, si bien supe que habría de proporcionarle algunos sinsabores con
algunos compañeros de aventura. También llegué a conocer por aquel entonces a
su compañera, una inquieta y radiante muchacha que redactaba su memoria de
licenciatura sobre el poeta panadero, amigo de Miguel Hernández, Carlos Fenoll.
Fue la época que me llevó a tratar personal y epistolarmente a míticos poetas y
escritores alicantinos, entre los que debo citar muy especialmente a Manuel
Molina y a Vicente Ramos, de tan grata memoria para mí y a quienes conocí en la
biblioteca “Gabriel Miró” de Alicante, con motivo de la redacción de mi memoria
de licenciatura sobre la obra periodística de Ramón Sijé. A todos nos unía el interés por la vida y la
obra de Miguel Hernández y el grupo de escritores conocido por muchos como la
generación de 1930 en Orihuela, seguidores de la estela dejada por el maestro Gabriel
Miró, creador, junto a Azorín, de una suerte de estética levantina de aquella
ciudad.
Del mismo modo, leí con mucho interés su
ensayo sobre el poeta republicano de Alcoy Pascual Pla y Beltrán, fallecido en
el exilio (Pla y Beltrán: vida y obra,
Alicante, Instituto de Estudios Alicantinos, 1984), el cual me remitió y que reseñé.
Pero pronto se sucedieron los largos años de
silencio (Antonio Gracia contaba entonces 34 ó 35 años de edad) y nada o muy
poco supe en ellos del poeta de Bigastro. Los comentaristas y críticos que se
han ocupado de su obra hablan incluso de tres lustros de silencio literario que
el poeta se habría impuesto a sí mismo: los que van desde Los ojos de la metáfora (1987, escrito en 1983) hasta Hacia la luz (1998) (Vid. Introducción
de Luis Bagué Quílez a Fragmentos de
inmensidad, Madrid, Devenir, 2009, p. 9). Así es que yo, hasta época bien
reciente, apenas si conocía de él aquellos primeros libros que llegué a reseñar
en alguna ocasión.
Más he aquí, como digo, que en estos últimos
años he comenzado de nuevo a seguir esporádicamente la trayectoria de este
poeta alicantino. Leí algunos textos suyos, preferentemente ensayos críticos,
en revistas literarias y culturales oriolanas, como “La Lucerna” y “Empireuma”,
ambas dirigidas por José Luis Zerón, o incluso en algunas de otras provincias,
como “Cuadernos del Matemático”, la excelente publicación de Getafe que conduce
heroicamente Ezequías Blanco. En esos años de alejamiento creativo publicó
también ensayos en las revistas “Canelobre”, “Ínsula” y otras. Muchos de ellos
fueron recogidos en tres títulos: Miguel
Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo, Ensayos literarios y Apuntes sobre el amor… Pronto empezaron a llegarme algunos libros de lo que
venía publicando en esta nueva etapa de su producción literaria, y en verdad
que me sorprendieron por la intensa vena espiritual, para mí desconocida, que
me parecía atisbar en aquellos nuevos textos, tan distintos de los inicios
poéticos que yo había conocido hacía al menos dos décadas.
El poeta alicantino recogió una
significativa muestra de los libros de aquella etapa inicial de búsqueda,
inquietud y zozobra personal en un volumen titulado Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), publicado en 1993, en
edición del prestigioso crítico y profesor de la Universidad de Alicante, Ángel
Luis Prieto de Paula. Era ésta una poesía que se adentraba en el camino de la
autodestrucción a través del lenguaje poético y constituía una bajada a los
infiernos, donde el mundo psíquico y el de los sueños tenían su espacio
reconocible. A esa etapa de su producción literaria pertenecen títulos como La estatura del ansia, Palimpsesto, Los
ojos de la metáfora o Iconografía del
infierno, libros complejos que configuran, como digo, una época de búsqueda
e indagación en la propia personalidad, de desasosiego e incertidumbre
existencial y de cierta complejidad psicológica, entre otros aspectos
destacables.
Consciente el poeta de haber recorrido una
segunda etapa en su trayectoria literaria, marcada “por la reconstrucción de un
yo eglógico” y “de persecución del paraíso” recoge ahora un conjunto de textos
de los poemarios que la constituyen bajo el título de Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), editado en 2009, volumen
que, con una esclarecedora introducción de Luis Bagué Quílez, ha publicado el
editor Juan Pastor en la colección “Devenir”. Se trata de libros que han
merecido relevantes galardones en la poesía española de estos años: “Fernando
Rielo”, “José Hierro <<Alegría>>”, “Paul Beckett” o el Premio de la
Crítica de la Comunidad Valenciana, a
través de títulos tan significativos como Hacia
la luz (1998), verdadero intento de recuperar la palabra poética, Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada
senda (2004) o Devastaciones, sueños
(2005); a los que habría de seguir La
urdimbre luminosa (2007).
Estos poemarios representan siete años de
creación literaria en la obra de Antonio Gracia y constituyen una tentativa
luminosa que queda definida en el título El
himno en la elegía (2002), el cual se sitúa en el ámbito del “voluntarismo
positivista”, según consideración del propio poeta, que estima lo siguiente:
“Todo autor debería ir jibarizando su obra conforme avanza, hasta dejar lo
medular. Tal vez no acierte en algunas apreciaciones; pero la acumulación
siempre contiene más errores”. Antonio Gracia partió de esta consideración para
incluir los textos que se integran en Fragmentos de inmensidad: la
reformulación de lo ya escrito. Del mismo modo, tomó como premisa el título con
el que nombró una de las partes de su libro Devastaciones,
sueños (2005): “De la consolación por la poesía”, frente al caos del mundo,
la decepción, el escepticismo, el dolor y la muerte.
Concebido como un nuevo libro formado por
poemas inéditos y editados, pero reescritos o renovados, Fragmentos de inmensidad es considerado por el propio autor como su
segundo libro (Vid. “Antonio Gracia: Fragmentos de una poética”, introdución de
Luis Bagué Quílez, p. 13). Su estética sigue siendo, según confesión propia, la
que señalaba en uno de los libros de su primera etapa, Palimpsesto: “El autoplagio como reformulación de lo ya escrito”.
En este punto cabe recordar la obsesión de Juan Ramón Jiménez por reescribir
muchos de sus textos, incluso los ya editados; o la reescritura de Soledades por Antonio Machado en Soledades. Galerías. Otros poemas. Recursos
a que no es ajena la obra de algunos autores de nuestro tiempo, quienes llegan
a publicar varias versiones de un mismo poema e incluso libro, como es el caso
del excelente poeta onubense Manuel Moya.
Entiendo que los textos que aquí se recogen
representan una suerte de conversión, de revelación, de vuelco o de quiebra en
la poesía del alicantino. Algo, en efecto, se deja ver de aquel poeta juvenil;
mas el cambio resulta bastante radical. Como nuevo Saulo caído del caballo,
Antonio Gracia se nos revela como poeta de la intimidad luminosa y espacios
interiores que propician el reencuentro consigo mismo a través de un flujo de
conciencia desvelador; todo lo cual podría acercarlo a otras poéticas actuales
como las de Antonio Gamoneda, Claudio Rodríguez, José Ángel Valente o incluso a
Antonio Colinas: “Un paisaje varado delante de mis ojos,/ un aroma de
almendros, el tacto de la página/ mientras leo unos versos con lentitud serena/
o escribo unas palabras sobre la mansedumbre,/ la música de Bach constante y
renacido,/ y algún recuerdo amable de lo que pudo ser/ es cuanto yo quisiera
poseer de este mundo” (La Beatitud, p. 83). Poeta y hombre recuperados,
convocados al encuentro con la palabra, a la lucha contra los límites del
lenguaje. En ese proceso de recuperación de la armonía perdida, el poeta
alicantino ha contado por supuesto con su propio instinto de supervivencia,
pero también con el auxilio de la misma literatura, el erotismo, el arte, la
música, la naturaleza…; la belleza en suma, hasta sentirse parte del universo y
buscar la armonía con él, semilla y germen que transmuta y metamorfosea como
manera de alcanzar la eternidad y vencer a la muerte: sin duda la gran obsesión
humana. La literatura, la escritura, la naturaleza, el arte o la música se
constituyen así en refugios para espantar la certeza de la muerte y hacer
soportable la espera que ha de desembocar en su desenlace.
Quien ha dejado dicho que escribir “es
buscar la íntima identidad”, divide vida propia y escritura en dos tramos: uno
autodestructivo, que se recoge en Fragmentos
de identidad (1993); y otro reconstructivo, con una primera fase de
cauterización compuesta por los tres libros publicados entre los años 1998 y
2001; y otra de eglogismo psíquico, integrada por los poemarios editados entre
los años 2002 y 2004.
El libro que, como ocurre con buena parte de la obra de Antonio Gracia,
está dedicado a Oniria, en referencia al sueño o al mundo de los sueños, está
estructurado en cuatro partes o secciones que se identifican con el “Homo
semens”, con textos de referencias erótico-amorosas, pues no en vano la pasión
amorosa o el impulso erótico resultan antitéticos y negadores del thanatos;
“Homo scriptor”, “Locus horribilis” y “Locus amoenus”, cuyo significado y
trascendencia son puestos de relieve en el esclarecedor prólogo de Luis Bagué
Quílez y que por lo general coinciden con un sentimiento salvífico del yo del poeta
en relación con la literatura y el ejercicio de escribir; la recuperación de
ese yo a través de la naturaleza y en armonía con ésta, así como la integración
del mismo en el universo. Psicoanálisis y tradición literaria se dan la mano en
los textos de este poeta alicantino que no duda en recurrir a ciertos tópicos
de la poesía clásica para renovarlos o hacerlos suyos, dotándolos de una
singularidad específica relevante. Y es que el poeta se reconoce en esa tradición,
es hijo suyo y en su bagaje histórico hunde sus raíces, se siente deudor de
ella y no renuncia a su legado. Así es que por sus poemas reconocemos la clara
impronta de Fray Luis de León, de Lope, de Quevedo y de Garcilaso muy
especialmente; espejos donde se mira para trasmutarlos, pero que nunca son
utilizados de forma mimética. Tampoco faltan las referencias a poetas
contemporáneos de otras latitudes, entre las que resultan claramente
identificables las de Cavafis, Hölderlin y Leopardi; así como las de los
españoles Luis Cernuda y Francisco Brines: “Cuando sientas que el mundo te
derrota,/ no intentes combatirlo./ Edifica un castillo en tu interior/ y cuelga
terciopelos y templanza/ en sus muros. Dispón un fuego manso/ junto a la mesa
de la biblioteca./ Mira al cielo brillar entre las llamas/ y los libros.
Inúndate de luz/ en la frágil belleza de los cuadros./ Escucha el clavecín
mientras tu pluma/ persigue en la escritura algún sosiego” (El secreto, p. 62).
En la breve nota que cierra el volumen, titulada
“Del autor al lector” el poeta deja constar lo siguiente: “Siempre he escrito
para saber quién es Antonio Gracia, por qué vive, por qué debe morir, cómo
hacer que la palabra le otorgue la vida que no tiene.
Entiendo la poesía como la confidencia inexcusable
de un corazón que busca luz y ha de nombrar –por conjurarlas- las tinieblas.
Pues sabe el hombre que sucumbirá con él aquello que ama y quisiera salvar” (p.
103).
Así veo yo el universo poético de este poeta
alicantino, reflejado en Fragmentos de
inmensidad que constituye una sustantiva muestra de su quehacer poético en
la segunda etapa de su poesía, comprendida, como queda dicho, entre los años
1998 y 2004. Siete años que han aportado textos tan relevantes a su obra y a la
poesía española de estas últimas décadas como los que aquí se dan cita. Una
obra importante, sin duda, y merecedora
de toda la atención por parte del público lector y de la crítica.
José Antonio SÁEZ.
Antonio Gracia: Fragmentos de inmensidad (Poesía, 1998-2004), introducción de Luis
Bagué Quílez, Madrid, Devenir Poesía 224, 2009, 109 pp.
Noviembre 2009 EL FARO 5 Cultura/Poesía