La estrategia del verbo (*)
Estaba yo sobre el papel, armado
con la pluma, mirando el firmamento
del futuro poema que abriría
un libro prometeico. Las estrellas
giraban en mi mente como versos
buscando identidad. ¿De dónde nace
la voz que reverbera en una obra
constituida en universo fértil,
sino desde el dolor y resiliencia,
la ascensión de las sombras a la luz,
la transfiguración de la desdicha
al convertir en himno la elegía?
Yo indagaba en las prístinas honduras
de la clarividencia, vislumbraba
urdimbres luminosas, claros predios
de la creación verbal. Petrarca, Horacio,
Garcilaso -también El Bosco y Wagner,
y todos los autores de la Historia-
miraban por encima de mi hombro
cuanto yo rubricaba, pretendiendo
enriquecer con su arte mi escritura
para que urdiese esencias perdurables
del hombre universal, no del poeta.
Pero nada lograron el impulso
creador en su conjuro ni, tampoco,
las hordas literarias agrupadas
durante tantos años en mi pluma.
Un poema es la transustanciación
de la materia cósmica en humana:
la invasión del sinántropo, los dédalos
clarificados, desenmascarados
por la palabra noble y sentenciosa
del corazón sintiente y reflexivo
convertido en lumínica estrategia:
la tradición es un camino que anda.
Y allí quedé, luchando con la savia
que manaba de mi experiencia: vida,
libros, artes, espátulas inútiles.
Entonces comprendí que la alta hazaña
de nombrar con precisa idoneidad
cuanto sentimos, solo algunas veces
consigue transformarse en un diamante
tras una sabia pulimentación:
al ungirla un secreto sortilegio
que dicta, en su demiurgia inescrutable,
el rostro de la inefabilidad.
Y que el afán de todo autor consiste
en trascender su tiempo: conciliar
lo disímil, fraguar eclecticismos,
escuchar los colores, ver la música,
crear con la palabra el Universo:
semillar la alegría.
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