CUATRO
BREVE ENSAYO DE INTERPRETACIÓN. LA DÉCADA CUARENTA.
(UNA MIRADA A ALICANTE)
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La poesía en Alicante - LA DÉCADA CUARENTA - UNO
TRES - LA POESÍA EN ALICANTE. LA DÉCADA CUARENTA
-8. Ejemplo no emblemático (Platón: “Cualquier ejemplo es prevaricación” - Cantero).
Dionisio Ridruejo, en buena medida paradigma de una autocrítica ideológica, poeta oficial del Régimen que había llamado al Caudillo “Padre de Paz en armas” (Poesía en armas, 1940), calificaría esa escritura, dos décadas después, de inconcebible y más propia de una pesadilla asexuada del conejo de Alicia.
Un poema como “Pulso en soledad” de Vicente Ramos, recogido como inédito por Manuel Molina en su Antología de la poesía alicantina actual, sin fecha de manuscritura pero indudablemente redactado —ya he dicho que todo texto se embaraza en la pluma mental, como toda creación, mucho antes de nacer a la escritura— cuando el recuerdo sustituye la subjetividad de la pasión por esa otra subjetividad atemperada que es la perspectiva temporal, testifica certeramente el estado de la cuestión síquica y se constituye en espejo de ese tiempo con un trazo libre de ataduras paramísticas, divínicas, sociopolisifilíticas o alienígenas —tanto que no parece de su autor, dicho sea en su honor— en el que la palabra consigue ser demiurgo de sí misma para etopeyizar un instante de dolor y no voz de un sino misterioso e implacable, cristiánico o pagánico: la realidad recordada y no mixtificada, la dicción enjuta y “objetiva” (yo también me dije “el otro es mejor”; y el otro es este):
Fue un tiempo con densidad de muerte
aquél de mi llegada a ser hombre,
el de verme en la cima de un odio
que tantos habían levantado,.
El dolor ya no era viento,
sino acostumbrada atmósfera,
clima fundado en el llanto
y pies desnudos en la espina.
Las madres buscaron a los hijos
el de verme en la cima de un odio
que tantos habían levantado,.
El dolor ya no era viento,
sino acostumbrada atmósfera,
clima fundado en el llanto
y pies desnudos en la espina.
Las madres buscaron a los hijos
entre confusas montañas de huesos.
Y eran ojos que sólo veían sangre.
Y eran pechos fragantes acribillados.
Y eran pechos fragantes acribillados.
Labios mudos, en clausura.
Ascéticas bocas de hambre.
Los dientes masticaban soledad
y una porción pequeña de esperanza.
Ascéticas bocas de hambre.
Los dientes masticaban soledad
y una porción pequeña de esperanza.
Yo no dormía. Vigilaba
el crecido temor y la amargura
el crecido temor y la amargura
ciñendo el aislado corazón.
Incluso el vocabulario de raíz religiosa —eclesiástica— (“clausura”, “ascética”) acerca su significación para componer con sobriedad y rotundidad la imagen masacrada y colecitva, física y trizada mentalmente, entre la que sobresale la acechante y sobrecogida mirada del observador, cargado con todo el peso de “algo como un horror en la conciencia/ colectiva” que, años después, recordará Carlos Sahagún cuando escriba su memoria de esa noche oscura y sin alma. Es la misma mirada que, desde el otro extremo ideológico, recuerda Pla y Beltrán:
El hombre allí no duerme. Sus ojos no se cierran.
Abiertos permanecen socavando la noche
Cuando un cuerpo veloz se precipita ciego
Y el terror como un alga su corazón devora. (...)
Y el terror como un alga su corazón devora. (...)
Delgadamente roen los seres su congoja
E igual a la lombriz su indignidad esconden.
E igual a la lombriz su indignidad esconden.
Ni al rayo de la muerte pueden cerrar los ojos,
pues si el ojo se cierra la vida se disipa.
(País bombardeado)
¿Era ésa la realidad? Pues si lo fue, he aquí un ejemplo de suplantación síquica: ¿Qué proceso de ensimismamiento puede llevar a la cerebralización tan autocontemplativa como autista en estos versos —al margen de su valor retórico y su precio (o desprecio) vital— de Gil-Albert:
¿Será verdad que el mundo está rodando
en sus inexorables fuerzas ciegas?
¿Que hay lastimeros ayes, que hay matanzas
en los oscuros días de los hombres ?
(Canto a la felicidad)
¿Qué laberintos de remisión conducen a labrar esa trinchera interior —con todos los derechos del mundo, claro— en la que el existir medita su corriente para guardar la ropa sin ni siquiera nadar? Porque la perplejidad de esos versos no es solamente un asombro retórico, sino una justificación de la propia existencia: la creencia de que la poesía como trance panteísta y acto solitario puede ser un ejercicio de solidaridad:
un ser puede
con sólo abrir sus labios encantados
hacer brotar de sí la dicha ajena.
hacer brotar de sí la dicha ajena.
(Canto a la felicidad)
Hay en Gil-Albert una actitud frayluisiana en la fuga del “mundanal ruido” que apenas llega a la beatitud del sillón guilleniano, desde el que contemplar la vida, porque el aposento “está bien hecho”:
...acaso hay una incierta vocación de vivir ensimismado dejando hacer al tiempo...
(Concertar es amor, XLV);
y más adelante (aunque el fragmento es posterior al Cuarenta, lo cito porque la escritura o el trazo mental de una obra es, siempre, muy anterior al momento en que emerge sobre la página, el lienzo, el pentagrama):
En tus arpegios de soledad escucho la hermosura
de la existencia.
(Nocturno)
En tus arpegios de soledad escucho la hermosura
de la existencia.
(Nocturno)
Quizá uno de sus primeros títulos explica esa intelectualización: “Fascinación de lo irreal”, entendiendo irreal como abstracción de lo concreto cotidiano para obviarlo y esencializarlo en lo que tienen de común los gránulos y los instantes con la materia y con el tiempo. Es un ensimismamiento arcaizante, nostálgico de plenitud, panteísta, semejante a la búsqueda mística que intenta hilvanar —en la torre de marfil del enclaustramiento— los trances en los que el existir es una exaltación gozosa, no cristiana sino pagana, helenizante. Esos momentos en los que la química del cerebro nos deviene exultantes y nos inunda con su oleaje de éxtasis ciegos y mudas euforias. La realidad exterior ha desaparecido y sólo existe el mundo absorto de lo abstracto para olvidar la vida solidaria, cotidiana. O creer —autojustificativamente— que la soledad contemplativa y creadora es una forma de solidaridad con ese hombre llamado humanidad (como yo he creído, tal vez erróneamente, durante tantos años) (¿Es que la solitariedad, sólo un aparente repudio de la solidaridad, no es una condena de la vida social? Yo así lo creo: la misantropía no es un odio al hombre, sino un desprecio de la sociedad que lo deshumaniza).
Lo que suele admirarse como armonioso fluir del pensamiento “lírico” (en Gil- Albert, como en otros) no es más que la confusión entre la donosura del cauce y la hermosura del caudal del río, la asunción y acomodación expresiva del hipérbaton ritmificado en endecasílabos —preferentemente— por parte del autor y aceptada por el lector como una retórica sin retoricismos —una espontaneidad alienada— simplemente porque “suena bien” para ser filosofería. De ahí el decadentismo de apariencia aristocrática y las notas arcaizantes como espúreas disonancias, consecuencia todo del mimetismo inteligente —no creativo, sino recreativo— de un ingente lector que no se avergüenza —sino que se enorgullece— de ahitar con arrogancia el vino añejo en odres que, por clásicos, considera, más qüe nuevos, eternos. En puridad, y con todos los respetos (desde aquí indulto a quienes prefieran condenarme), el Gil-Albert poeta —que es del que algo he leído— me parece —al margen de su complexión humana, que también desconozco—, dentro de la gran poesía, un trovador afónico, y, entre los “nuestros” veintesigleros, un trovero filósofo que le pone música prêt a porter a la verborrea y a veces a la disentería, entre la que naufraga o se salva alguna que otra sutil y trapecista ventosidad como burbuja amanerada. De su versificación puede decirse lo que Castillejo: “Según la prueba / once sílabas por pie / no hallo causa por qué / se tenga por cosa nueva. (...) Pero ningún sabor tomo / en coplas tan altaneras, / escritas siempre de veras, / que corren con pies de plomo / muy pesadas de caderas”. Por lo demás, es uno de los más honestos poetas del siglo XX español: ya quisieran algunos de los tenidos como “mejores”, ser solamente tan “malos” como él. Es un ejemplo más de cómo la inteligencia puede embobarse. Y no se trata de ensañarse gratuitamente —¡quién soy yo para ello!—; sino de aceptar que los espejismos impiden reconocer el oasis y que cuando —donde “hay”— se inventan muchos dioses desaparece la divinidad. No es ensañamiento; quizá hoy se ensalza, como siempre, por intereses creados; antes, al morir más joven, el autor, si lo obtenía, lograba un honor póstumo que no gozaba en vida. Ahora la longevidad añade a esa gloria en vida la visión —la muralla, la rémora— de los escritos sobre el escritor que impiden o retrasan la contemplación de su verdadera imagen: la que sólo le interesa a la literatura.
Morir joven garantiza, si se ha encontrado una manera, evitar el amaneramiento.
Morir joven garantiza, si se ha encontrado una manera, evitar el amaneramiento.
9. Conclusión provisional. (Newton: “No hay conclusión que no incluya el error”- Cantero).
No me gusta aplicar —pero lo hago— a la poesía de la década Cuarenta ese juicio poco simpático del antipático Castillejo: “Muy melancólicas son / estas trovas, a mi ver / enfadosas de leer, / tardías de relación / y enemigas del placer”. Y todo porque la desviación eróticosexual hacia un plano existencial transcurrió en un marco en el que esa circunstancia contravenía el yo más íntimo y era limitada por un estadista dictatorial así en la tierra como en el cielo: Dios, Patria y Franco; o a la inversa. Esa es toda su tragedia. La impostación de la libido por castración o extrapolación.
Ocurre que 1) se silencian las mentes y las bocas; 2) se pervierte el instinto de supervivencia; 3) se puede sobrevivir perpetuándose físicamente (mediante el sexo) y/ o inmortalizándose en lo que la muerte física no puede matar: la sensibilidad del erotismo: “el “amor” que yace en ese instinto de supervivencia: eso es lo que intenta el artista mediante la escritura, el cuadro... 4) cuando una ideología condena la dicotomía sexo-amor, aparece la perversión: al condenar la vida corporal —el cuerpo— y potenciar la mental —el “alma”,— ésta se apropia de lo que la otra reprime y se agiganta: como está desorientada o “pervertida”, se plañiderea o se sacraliza: surge así la cultura amorosa de la muerte (que más arriba he intentado esbozar). Lo que no puede cantarse, se llora. De modo que la exaltación de la vida se convierte y distorsiona en una apología de la muerte (para alcanzar otra existencia no contaminada por lo corporal).
Todo ser humano lleva la semilla del ansia de inmortalidad en lo más profundo de sus genes biológicos y síquicos (Lope: “Hombre mortal mis padres me engendraron... por huésped de la vida me inscribieron ... a la inmortalidad el alma asida ”); Bécquer es el énfasis de la fusión y confusión entre los elementos de esa energía de plenitud: “Estas ansias me dicen / que yo llevo algo / divino aquí dentro”. Igual ambigüedad mística o polisemia erótica hay en el soneto “Octubre” de J.R.J. A esa euforia se le llama sencillamente vida, hálito de supervivencia. Y se sobrevive mediante el erotismo consumado en su concreción; el cuerpo deseado, junto al que prolongamos la vida que no podemos retener en el nuestro. De ahí el culto a lo que faculta la supervivencia, lo procreativo, el cuerpo y sus circunstancias más vitalizadoras: la juventud, la belleza. Amar, en ese sentido, no es sino la punta del iceberg que hace avanzar el glaciar de la existencia. Y ese culto conduce a la hiperbolización, sublimación y divinización del objeto erótico, crisol, semilla, cauce de la vida que no queremos despedir porque no podemos aceptar que deje de ser nuestra. La amada o el amado, el hijo, el cuadro, la escritura, la pirámide, la ecuación, la tierra conquistada, la patria defendida, el dios — que tiene que existir— observador de todo eso son la demostración de que hemos sido y somos. Bien lo resume Ovidio: “Amar es buscarnos en otro para hallarnos, equivocar el nombre cuando nos llamamos, besarnos si besamos a los otros; si nombras el amor suena tu nombre’’. Se adora, santifica, sublima aquello que nos permite seguir riendo, el residuo de ese instinto de supervivencia; Bécquer había consumado la identificación mujer = amor = Dios, que hereda J.R.J. y la sinonimiza con Belleza. Ya Calixto había hecho la ecuación al recrimir a Sempronio: “¿Mujer? ¡Dios!”, “Yo melibeo soy”. Catulo precursó esa identificación divina sin renegar de lo humano, de los efectos libidinosos del amor (no tiene la misma dimensión Dios que “un dios”): “Semejante a un dios se me aparece/ y si lícito fuese, superior a él (...) eso que me arrebata todos los sentidos / pues cuando te veo, Lesbia, aparecer radiante, / mi voz se apaga, / se me traba la lengua, bajo mis miembros / arde sutil llama, con singular sonido / me zumban los oídos, y cubre mis ojos / una doble noche ”. Francisco de Aldana lo categoriza con rigor, anticipándose y aproximándose a la plenitud cósmica mística, dirían algunos) becqueriana y asumiendo la infrangibilidad del ansia: “Amor, mi Filis bella, que allá dentro /nuestras almas juntó, quiere en su fragua/ los cuerpos ajuntar también tan fuerte/ que no pudiendo, como esponja al agua, /pasar del alma al dulce amado centro, / llora el velo mortal su avara suerte”. El propio Unamuno reconocerá que “el hombre no disfruta / de libertad si no es preso en los lazos / del amor”.
Hubo de ser precisamente una mujer, Isabel Vega, quien pusiera lo púbico en su sitio, recordando el antedicho “fingimiento” y aunando la castidad terrenal como una sexualidad celestial: “Cuando me atormenta amor / con temor, ausencia y muerte, / tengo yo por buena suerte / vivir con tanto dolor / a trueque de esperar verte; / pero porque de sufrir/ no se canse el padecer, /finge mi mal un placer/ que es imposible sentir / hasta tornarnos a ver”. Y fue otra dama, Sor Juana Inés, la que se hizo eco de esa voluptuosidad sexual e idealizadora al responsabilizar al varón: “Hombres necios que acusáis / ala mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis. (...) Queredlas cual las hacéis/ o hacedlas cual las buscáis”. Y el apasionado y mesurado Lope catequiza con templanza: “es la mujer, al fin, como sangría, /que a veces da salud y a veces mata”. Como siempre, el objeto está en la mente y no delante de los ojos (Quevedo ya advirtió: “Prefiero a lo que miro lo que creo”).
¿Cuáles son los arquitrabes de esta historia? Una mentalidad religiosonecrófila, un pensamiento literario descendiente de la Contrarreforma ignaciana, una sensibilidad manipulada por un presente que concibe el futuro como un nuevo pasado, una conciencia laberíntica que no se halla a sí misma. Ése es el legado: un cerebro, el de este tiempo, en el que sobresale la idea del dolor como medio hacia la “felicidad” o a la otra vida: partiendo de un erotismo —energía inexcusable de satisfacer— reprimido, constreñido, repudiado, sublimado, trasplantado, suplantado, mistificado, celestizado, patriotizado... vivido, en fin o sustituido por otro “ideal” —político, místico, contemplativo...— se llega a la consideración de que hay que vivir —sufrir— por la amada, la amada Patria o el amado Dios. Condenada, trepanada, castrada, reprimida o desviada la práctica —el ejercicio natural— de la energía erótica (porque, dícese, la energía sólo se transforma), no es difícil canalizar su vehemencia hacia otros objetivos bendecidos por la sociedad: Dios, Patria, Jefe. Y no digo que el mundo síquico se reduzca a estos postulados: sino que demasiadas veces se rige únicamente por ellos. “Siempre el amor inventa su criatura”, que dijo Diego Torres.
Igual que Don Quijote —y cualquier otro amador— prefiere dar la vida por su amada —una ideación—, un cristiano la daba en el circo romano y un soldado en la batalla. No hay mayor o menor calidad en uno que en otro de esos tres oasis sicológicos. La entrega al otro —amor, religión, poder— supone la renuncia al yo. La pérdida de la voluntad propia implica la aceptación de la ajena, el albedrío amoroso, el sacrificio divino, la consigna política: la alienidad o alteridad se constituyen en la única identidad.
Todo el mal de amores —ausencia o muerte amorosas— lo contiene este verso, en el que el “cuerpo” material y camal tiene la misma dignidad que el más alto espíritu, por muchas inquisiciones y castraciones del sacro beaterío que lo tachen de pagano: Catulo: “¿Es que los amantes no pueden sufrir la ausencia del cuerpo adorado?”. La respuesta —por todo lo dicho— es que la ausencia significa —se interpreta como— la falta de presencia de la vida, el horror a la muerte y al vacío3. Todos los dictadores
2 Casi 2.000 años después, contesta Guillermo de Aquitania a Catulo: “sin ella no tengo vida; / tan grande hambre tengo de su amor”.
3 Antiguos son los orígenes de las sublimidades, funebridades, misticismos y belicismos de esa ener gía erótica que empuja a caminar al hombre como especie. He aquí algunos primerizos testimonios de esas ambigüedades dilógicas: a) del concepto de mujer celestial escribe Abu Talik en el siglo XIII: “Cuando cojo tu seno / y bebo / doy gracias al vinatero /y al botellero / que hicieron el cielo / perfecto”; b) sobre la motivación, origen o causa que conjugó sexo, amor, mujer, muerte y placer, pudiera echar luz Bertrand de Crenne, en el XVI: “La primera vez que Adán / atravesó a Eva / creyó morir habiéndola matado / con su falo ensangrentado /(...) mas la mujer abrió los ojos / y le sonrió”; c) y que el lecho es un “campo de batalla” es algo más que un tópico recogido con ese título por Alberti; “Crece en la sangre un desasosega do /urgente pensamiento belicoso Cupido dispara flechas y hasta Teresa recibe un flechazo en su día de los enamorados. Y Aldana: “Cuál es la causa, mi Damón, que estando / en la lucha de amor juntos, trabados... ? Y Góngora; “a batallas de amor, campos de pluma", “con Marfisa en la estacada / entraste tan mal guarnido / que su escudo, aunque hendido, /no le rajó vuestra espada Otro ejemplo de sexo y guerra es la metáfora catuliana; “Llevando dulces señas de un nocturnal combate ”; y en el jocoso; “Sorprendí a un jovencito intentando forzar/ a una muchacha; entonces yo, Venus me valga, / le atravesé con
deben de saber que hay que llenar ese vacío y juegan con la permutación. Un ejemplo excelso —a la par que de la lírica de la fanfarronería— de ese intento de orientación partidista de la energía química de la libido y la ludicidad en la adolescencia es este sonetazo de Enrique Rubio, “A los Pelayos, Flechas y Cadetes”, que, además, carece de ausencia de ripios (Hoja Oficial de Alicante, 6-V-1939).
Rudos conquistadores que cruzando
mares ignotos, tierras ignoradas
con el avance audaz de las pisadas
a la Patria naciones le ibais dando.
Soldados de los Tercios que, luchando,
en cientos de epopéyicas jornadas,
con la punta sutil de las espadas
en cientos de epopéyicas jornadas,
con la punta sutil de las espadas
estuvisteis al mundo amedrentando.
Vuestro cuerpo murió; mas vuestro aliento,
con el impulso arrollador del viento,
las almas todas de los cuerpos baña.
mi propia y tiesa espada".
las almas todas de los cuerpos baña.
mi propia y tiesa espada".
Lo mismo en este pasaje de Ausonio —que parece el modelo para el éxtasis teresiano— : “Venus en persona los llena de frenesí/ y se aprestan a nuevos combates (...) tendiéndose sobre la esposa / blande con todas susfuerzas una tosca lanza de arrugas y áspera de corteza. /Hincóse la lanza (...)y ella, creyéndose morir, arranca el dardo con las manos (...) tres veces volvió a caer desploma da sobre el lecho...” Otro ejemplo de relación entre sexualidad y belicidad lo ofrece ya el romance de Abenámar: “Casada soy, rey don Juan...”. Y basta recordar, para unir ambos conceptos, que el trovador ve a su amada como un castillo o fortaleza inexpugnable; o que un aliciente de los soldados para luchar por la victoria era saber que iban a pasarse por la bayoneta —por el sexo y por la espada— a las hembras de los conquistados. (Tan arraigada está esa relación en la cultura popular, que un poeta desconocedor de esa tradición escribía en 1967: “Mujer, alcázar de belleza, / en tu vaina quiero enterrar mi espada ”).
Hay quien entiende el paraíso como una (Bukosky:) “máquina de follar”, una efimeridad inacabable: así lo expresa Giorgio Batfo: “Respecto a los placeres (...) del Paraíso (...) son la serie continua de jodiendas, / ya que un placer mayor no se ha inventado ”. Otros lo ven como una coprofilia clandestina y disoluta: un Desengaño como el de la mujer transustanciada en esqueleto, en El mágico prodigioso calderoniano, por ejemplo. Si el amor como gozo puede ser la plenitud (la vida, el paraíso), como dolor es la decrepitud (la muerte, el infierno). Meléndez Valdés, quevedianamente, diseña el nombre existencialista que, a través de tantos ecos, llegará hasta la pena hemandiana (el vacío interior, la imposibilidad de llenarlo con algo exterior, y el desamparo en que se sume el existencialista): “Doquiera vuelvo los nublados ojos / nada miro, nada hallo que me cause/sino agudo dolor o tedio amargo (,..)y estefastidio universal que encuen tra / en todo el corazón perenne causa". El amor cósmico —su desengaño— provoca un dolor cósmico y sísmico, “fastidio universal”. Es ese laberinto de prohibiciones sociales y tabús mentales —represiones, autocensuras y el hueco tortuoso en el que exilian al sentidor— el que empuja hacia un neoplatonismo tanto (in)humano como (seudo)místico. Y no resulta difícil, de este modo, catequizar o patriotizar ese fuego escondido: amor, divinidad, tierra en la que vivir: “Estas ansias me dicen/que yo llevo algo/divino aquí dentro” (Bécquer). El mester de amor deviene celestización y militarismo. Si el amador precisa de servir a la amada mediante la transposición emociona], el ciudadano tiene que servir a su enamorada Patria y su querido Jefe o Dios. Sobre todo si se le injerta convenientemente —con pasión— la pasión sin compa sión de la culpa y su expiación. Sobrevivir a la amada es un delito: como no dar la vida —o la identidad mental— por Dios y por la Patria.
¡Ya podéis reposar tranquilamente,
que vuestro sueño vela permanente
la gente joven de la NUEVA ESPAÑA!
Amar y ser amado por aquello que se ama es reconstruir la imagen propia que temíamos inconseguible o perdida. Es una redención, una autorreconquista. Nos con quistamos al conquistar y defender la ideación de nosotros mismos en forma de mujer, divinidad, tierra. Somos cuando creemos sernos: a través de esa tríada o cualquier otra sugestión. Sólo fuera de nosotros mismos hallamos sin pesadumbre el espejo que nos refleja y nos acepta. No debería ser así: pero nosotros sólo somos fuera de nosotros. ¿Cómo no dar la vida por aquel objeto que nos convierte en sujetos de nuestra mismidad y en centro de la existencia? Ninguna diferencia hay entre la redención por amor wagneriana y la remisión jesucrística, la muerte en combate para entrar en el paraíso islámico o el walhala vikingo, los lieders “A la amada lejana” de Beethoven o estos pensamientos de Van Gogh: “... no puedo privarme... de la potencia de crear... en un cuadro yo quisiera decir algo consolador como una música. Quisiera pintar a los hombres o a las mujeres con no sé qué de eterno... ¡ah, el retrato, el retrato con el pensamiento, el alma del modelo...!” o la persecución leonardesca, cuadro tras cuadro hasta hallar el rostro de Gioconda. La mujer, la ecuación, el poema, la música, la pintura, el deísmo, el poder... Todo son búsquedas hacia el definitivo —inconseguible— hallazgo, todo son sofismas con que la mente traza su autodefensa. La voluntad de vivir más allá de donde muere la vida.
Por eso la auténtica tragedia —el escepticismo nihilista al ver que no es oro todo lo que reluce en la utopía— la desbrozó el mismo gran Quevedo: al tomarse a sí mismo —lo que amaba y sabía inconseguible, todos los paraísos con los que el hombre ha soñado—, a risa, se burla de la vida, de la muerte y del amor, la tríada temática tan hemandiana como universal: a) sobre la vida: es cierto y serio que “Cualquier instante de la vida humana / es un nuevo argumento que me advierte / cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana”, y que “Soy un fue, y un será, y un es cansado”; pero es jocoso pensar que “Parióme adrede mi Madre, / ojalá no me pariera... ” y que “La vida es toda lágrimas y caca”; b) sobre la muerte: cierto es que “No hallé cosa en que poner los ojos / donde no viese imagen de mi muerte ”, que “Yaformidable y espantoso suena /dentrodelcorazónelpostrerdía”;que “Bienséquesoyalientofugitivo”yque “Mi espíritu resposa / dentro en mi propio cuerpo sepultado” y “vivo me soy sepulcro de mímismo”;pero “como es hembra la muerte, /celosa y ofendida /siempre a los putos deja corta vida”; c) sobre el amor: ciertamente es cierto que debería ser cierto que “polvo seré, mas polvo enamorado” “y siempre en el sepulcro estaré ardiendo”', pero lo no incierto y muy seguro es que: “Mujer que dura un mes se vuelve plaga ”, que “A la que Rosa fue, vuelven abrojo”, que “Sabed vecinas, /que mujeres y gallinas/ todas ponemos, / unas cuernos y otras huevos”, que “Hizo un milagro, y fue no ser cornudo” y que “llámenme a mí puto enamorado...”. Son algunas de sus afirmaciones y desengaños: fuera penas de amor, pues la mujer sólo es un cuerpo, como en el hombre, la pasión amorosa sólo es una fornicación: al modelar a la mujer como un vaso del que beber exclusivamente el sexo, se produce la defenestración del “eterno amante soy de eterna amada ” y el “amor más poderoso que la muerte ”. (El amor es una creación del amador y la misoginia es más un desengaño).
Lo que Quevedo en concepto, lo tenía claro en la experiencia Catulo; “A nadie se entregaría, dice mi amada, sino a mí/...mas lo que dice la mujer al anheloso amante, /hay que escribirlo en viento y agua huidiza". Y sobre los sucedáneos del eros, quien había dicho orgulloso “No he de callar por más que con el dedo... ”, también sabe que en el mundo todo el mundo sabe que “Quien hace de piedras pan / sin ser el Dios verdadero (es) El Dinero ", Y que la patria (como todo) te glorifica mientras te utiliza:
“Diéronle muerte y cárcel las Espadas, /de quien él hizo esclava lafortuna ”, protesta. Por eso derroca, con tres plumazos heroicos, la trinidad de látigos que encarcelan, mental y físicamente al hombre. Y es que “también la boca a razonar aprende": pero según hacia qué lógica se haya encauzado el pensamiento. La explicación casual del Desengaño la había acuñado ya Hernando de Acuña: “Cuando era nuevo el mundo y producía / gentes, como salvajes, indiscretas, / y el cielo dio furor a los poetas / y el canto con que el vulgo los seguía, / fingieron dios a Amor y que tenía / por armas, fuego, red, arco y saetas,/ porque las fieras gentes no sujetas/ seallanasenaltratoy compañía. // Después, viniendo a más razón los hombres, / los quefueron más sabios y constantes / al Amorfiguraron niño y ciego; / para mostrar que del y destos nombres
/ les viene por herencia a los amantes / simpleza, ceguedad, desasosiego ”.
Pero nada aprendieron los “nuestros” de ese cuestionario escepticista: tan respon didos estaban por la filosofía —y tan encorsetados por la camisa de fuerza— del nuevo Frankoeinstein.
Hay quien entiende el paraíso como una (Bukosky:) “máquina de follar”, una efimeridad inacabable: así lo expresa Giorgio Batfo: “Respecto a los placeres (...) del Paraíso (...) son la serie continua de jodiendas, / ya que un placer mayor no se ha inventado ”. Otros lo ven como una coprofilia clandestina y disoluta: un Desengaño como el de la mujer transustanciada en esqueleto, en El mágico prodigioso calderoniano, por ejemplo. Si el amor como gozo puede ser la plenitud (la vida, el paraíso), como dolor es la decrepitud (la muerte, el infierno). Meléndez Valdés, quevedianamente, diseña el nombre existencialista que, a través de tantos ecos, llegará hasta la pena hemandiana (el vacío interior, la imposibilidad de llenarlo con algo exterior, y el desamparo en que se sume el existencialista): “Doquiera vuelvo los nublados ojos / nada miro, nada hallo que me cause/sino agudo dolor o tedio amargo (,..)y estefastidio universal que encuen tra / en todo el corazón perenne causa". El amor cósmico —su desengaño— provoca un dolor cósmico y sísmico, “fastidio universal”. Es ese laberinto de prohibiciones sociales y tabús mentales —represiones, autocensuras y el hueco tortuoso en el que exilian al sentidor— el que empuja hacia un neoplatonismo tanto (in)humano como (seudo)místico. Y no resulta difícil, de este modo, catequizar o patriotizar ese fuego escondido: amor, divinidad, tierra en la que vivir: “Estas ansias me dicen/que yo llevo algo/divino aquí dentro” (Bécquer). El mester de amor deviene celestización y militarismo. Si el amador precisa de servir a la amada mediante la transposición emociona], el ciudadano tiene que servir a su enamorada Patria y su querido Jefe o Dios. Sobre todo si se le injerta convenientemente —con pasión— la pasión sin compa sión de la culpa y su expiación. Sobrevivir a la amada es un delito: como no dar la vida —o la identidad mental— por Dios y por la Patria.
¡Ya podéis reposar tranquilamente,
que vuestro sueño vela permanente
la gente joven de la NUEVA ESPAÑA!
Amar y ser amado por aquello que se ama es reconstruir la imagen propia que temíamos inconseguible o perdida. Es una redención, una autorreconquista. Nos con quistamos al conquistar y defender la ideación de nosotros mismos en forma de mujer, divinidad, tierra. Somos cuando creemos sernos: a través de esa tríada o cualquier otra sugestión. Sólo fuera de nosotros mismos hallamos sin pesadumbre el espejo que nos refleja y nos acepta. No debería ser así: pero nosotros sólo somos fuera de nosotros. ¿Cómo no dar la vida por aquel objeto que nos convierte en sujetos de nuestra mismidad y en centro de la existencia? Ninguna diferencia hay entre la redención por amor wagneriana y la remisión jesucrística, la muerte en combate para entrar en el paraíso islámico o el walhala vikingo, los lieders “A la amada lejana” de Beethoven o estos pensamientos de Van Gogh: “... no puedo privarme... de la potencia de crear... en un cuadro yo quisiera decir algo consolador como una música. Quisiera pintar a los hombres o a las mujeres con no sé qué de eterno... ¡ah, el retrato, el retrato con el pensamiento, el alma del modelo...!” o la persecución leonardesca, cuadro tras cuadro hasta hallar el rostro de Gioconda. La mujer, la ecuación, el poema, la música, la pintura, el deísmo, el poder... Todo son búsquedas hacia el definitivo —inconseguible— hallazgo, todo son sofismas con que la mente traza su autodefensa. La voluntad de vivir más allá de donde muere la vida.
Por eso la auténtica tragedia —el escepticismo nihilista al ver que no es oro todo lo que reluce en la utopía— la desbrozó el mismo gran Quevedo: al tomarse a sí mismo —lo que amaba y sabía inconseguible, todos los paraísos con los que el hombre ha soñado—, a risa, se burla de la vida, de la muerte y del amor, la tríada temática tan hemandiana como universal: a) sobre la vida: es cierto y serio que “Cualquier instante de la vida humana / es un nuevo argumento que me advierte / cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana”, y que “Soy un fue, y un será, y un es cansado”; pero es jocoso pensar que “Parióme adrede mi Madre, / ojalá no me pariera... ” y que “La vida es toda lágrimas y caca”; b) sobre la muerte: cierto es que “No hallé cosa en que poner los ojos / donde no viese imagen de mi muerte ”, que “Yaformidable y espantoso suena /dentrodelcorazónelpostrerdía”;que “Bienséquesoyalientofugitivo”yque “Mi espíritu resposa / dentro en mi propio cuerpo sepultado” y “vivo me soy sepulcro de mímismo”;pero “como es hembra la muerte, /celosa y ofendida /siempre a los putos deja corta vida”; c) sobre el amor: ciertamente es cierto que debería ser cierto que “polvo seré, mas polvo enamorado” “y siempre en el sepulcro estaré ardiendo”', pero lo no incierto y muy seguro es que: “Mujer que dura un mes se vuelve plaga ”, que “A la que Rosa fue, vuelven abrojo”, que “Sabed vecinas, /que mujeres y gallinas/ todas ponemos, / unas cuernos y otras huevos”, que “Hizo un milagro, y fue no ser cornudo” y que “llámenme a mí puto enamorado...”. Son algunas de sus afirmaciones y desengaños: fuera penas de amor, pues la mujer sólo es un cuerpo, como en el hombre, la pasión amorosa sólo es una fornicación: al modelar a la mujer como un vaso del que beber exclusivamente el sexo, se produce la defenestración del “eterno amante soy de eterna amada ” y el “amor más poderoso que la muerte ”. (El amor es una creación del amador y la misoginia es más un desengaño).
Lo que Quevedo en concepto, lo tenía claro en la experiencia Catulo; “A nadie se entregaría, dice mi amada, sino a mí/...mas lo que dice la mujer al anheloso amante, /hay que escribirlo en viento y agua huidiza". Y sobre los sucedáneos del eros, quien había dicho orgulloso “No he de callar por más que con el dedo... ”, también sabe que en el mundo todo el mundo sabe que “Quien hace de piedras pan / sin ser el Dios verdadero (es) El Dinero ", Y que la patria (como todo) te glorifica mientras te utiliza:
“Diéronle muerte y cárcel las Espadas, /de quien él hizo esclava lafortuna ”, protesta. Por eso derroca, con tres plumazos heroicos, la trinidad de látigos que encarcelan, mental y físicamente al hombre. Y es que “también la boca a razonar aprende": pero según hacia qué lógica se haya encauzado el pensamiento. La explicación casual del Desengaño la había acuñado ya Hernando de Acuña: “Cuando era nuevo el mundo y producía / gentes, como salvajes, indiscretas, / y el cielo dio furor a los poetas / y el canto con que el vulgo los seguía, / fingieron dios a Amor y que tenía / por armas, fuego, red, arco y saetas,/ porque las fieras gentes no sujetas/ seallanasenaltratoy compañía. // Después, viniendo a más razón los hombres, / los quefueron más sabios y constantes / al Amorfiguraron niño y ciego; / para mostrar que del y destos nombres
/ les viene por herencia a los amantes / simpleza, ceguedad, desasosiego ”.
Pero nada aprendieron los “nuestros” de ese cuestionario escepticista: tan respon didos estaban por la filosofía —y tan encorsetados por la camisa de fuerza— del nuevo Frankoeinstein.
-10. “No des explicaciones a tus penas: cuando te justificas te condenas” (M. Hernández)
¿Es una interpretación libertina la que expongo? La mente se flexibiliza: como un imán repele o atrae a su conveniencia cuanto le rodea. Un mismo matiz emocional puede transplantarse en diferentes sentimientos. La permutación acomodaticia a las necesidades mentales de la supervivencia es la clave para entender al hombre: cada uno convierte el objeto en sujeto de sus intereses, lleva el agua a su molino inconscien te. Esa es la semejantidad de la diversidad en la unidad.
Así, el júbilo biológico, la euforia natural, la tristeza existencial, lo efímero o lo metafísico... son transgresiones y canalizaciones diferentes de la misma química cere bral: las combinaciones de elementos en la probeta mental se bifurcan en éxtasis, tran ces, catástrofes, alegrías, positivismos, negativismos: el amor sexual o la mística, la violencia erótica o la ternura, la espada o la pluma. De este modo toda interpretación equidista de un texto cualquiera en la misma medida que el contexto individual lo repudia o abraza, en un proceso inquisitorial o laudatorio.
Leemos “mostrando tu desnuda transparencia” y el lector improvisa un contexto de sensualidad probablemente femenino. Susurramos “Vino primero pura, / vestida de inocencia... ” y lo mismo. Musitamos “En una noche oscura... amada en el amado transformada ” y se nos revela una cita coital. Todos esos versos parecen remitir al amor, que “mueve el mundo”. No obstante: el poema de Juan de Yepes “es” una ecuación cuya incógnita quiere despejar el misterio de la alucinación amorosa en lechos absolutamente abstraccionistas y sublimes; la composición de J.R.J. se “refiere” a la transfiguración becqueriana del amor en una amante llamada poesía; y el verso de Neruda “tampoco remite” a lo que parece evidenciar: el autor está hablando, odescamente, de una cebolla. Algo semejante ocurre con García Lorca cuando afirma que “aquella noche corrí /el mejor de los caminos / montado en potra de nácar/ sin bridas y sin estribos”: el poeta no alude a ninguna aventura ecuestre o hazaña bélica alguna, sino que elude la incursión en la expre sión erótica: el mismo camino hacia el orgasmo que pretende disfrazar don Juan de Yepes e igual éxtasis sensual sobre el que alucinan y descontextualizan sus colegas.
En el mundo las cosas ocurren: pero cada uno, acertada o erróneamente, las siente con singularidad, a imagen y semejanza de sí mismo. Por tanto, un objeto es su interpretación: luego hay tantos objetos como intérpretes; más: existen tantos objetos como estados de ánimo en los que se interpreta. Todo es como queremos que sea a condición de que los demás no lo interpreten: lo que significa que sólo es así para nosotros mismos. Por eso existe, cada vez más manifiesta, la incomunicación: ¿quién habla y de qué exactamente? Los nombres ya no aluden a un objeto, sino a la imagen que tenemos de ese objeto que se convierte, por ello, en otro objeto: la intelectualización hace del universo expresivo un firmamento y de su interpretación un infinito. Como siempre, la mente creadora del objeto real partiendo del objeto material.
¿Qué estaban queriendo decir todos esos autores de la Década? ¿Hablaban por sí mismos o por boca de lo que habían visto y leído y oído? ¿Pronunciaban ¡General! creyendo decir libertad? ¿Se habían desubicado las palabras de sus significados por que las mentes habían sido desmentalizadas y desnaturalizadas? Lo cierto es que nadie quiere el mal para sí mismo ni para los demás a menos que la palabra y el concepto “bien” se hayan embarazado de maldad y engendren hijos espúreos que hieren creyen do acariciar. Quien se considere libre de los coprofitos que empiece a apedrear a los demás.
Posdata
En fin: si Sahagún y sus coetáneos fueron los “niños de la guerra”, quienes naci mos en esa década somos los hijos pródigos —sin regreso— y edípicos del General: los hijos del silencio, la represión, la mixtificación. Lanzo el escáner de la memoria: yo tendría once años —érase y terminaba la década Cincuenta—: recuerdo en un aula de Santo Domingo —la antigua Universidad— de Orihuela, a un misionero, que se había cortado la lengua en allendes tierras para no ser obligado a blasfemar o renegar de Dios, ensañándose —y enseñándonos beatamente— su mutilación de pupitre en pupitre. (Puesto que “el mundo es un escenario” shakespiriano y “si tus ojos te inducen a pecar, arráncatelos”, ¿por qué no asumir que las personas son personajes en “el gran teatro del mundo” del Padre de la Iglesia Calderón de la Barca?). Aquella lengua au sente era un falo necrófilo con el que iniciar la penetración de la inocencia, el mancillamiento de la conciencia, la trepanación de la existencia. Había que desvirgar, por pernada político-eclesiástica, nuestras mentes con el deshumanizado bisturí del hieratismo fanático y de la intolerancia. Aquello era un ejemplo del culto al innombrable en vano —tan Dios como Generalísimo—, del fanatismo como fe que implica el mar tirio, del martirio como exhibicionismo, del exhibicionismo como publicidad para afi liar neófitos. ¿Qué podía pensar —sentir— un niño ante una ideología que exige sufrir por ella para creer y gozar de ella, que impone el dolor del sacrificio como demostra ción de la impunidad de la fe, que predica la ausencia del placer —que es a lo que tiende el animal llamado hombre y todos los otros seres— como mercadería para comprar un gozo tan ultratúmbico como alienígena, foráneo, extranjero o celestial, tan infernal en nuestro cuerpo y nuestras mentes como depurativo en el purgatorio de las cárceles y no sólo del alma?
Sin duda fue más una esperanza que una realidad la afirmación de Sahagún: “Mientras vivió permaneció en lo alto... Pero la maquinaria que creó / no dura... ” (Epitafio sin amor). Las epidemias síquicas son más difíciles de atajar que las físicas. Y el con tagio, más rápido. Decir El General es nombrar un universo infesto. Por eso: para que la atmósfera sea absolutamente diáfana, aún hemos de morir cuantos respiramos su enrarecido aire, lentamente letal.
La Historia es la historia de la lucha contra la ley de la fuerza.
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