1.- El arte como reencarnación. En el principio eran las cosas. El hombre las contempló, sufrió, gozó. Cuando careció de su presencia las ideó, las recuperó con la memoria, las inventó. Y las verbalizó para comunicar sus ideaciones. Con el tiempo, la palabra recreadora de la realidad física fue sustituyendo esta con su realidad síquica. El “homo sapiens”, al convertirse en “homo scriptor”, propuso un horizonte mental en el que la retrospección y prospección de la existencia, unidos los empirismos del hombre singular en el del hombre universal, definían la vida como una emanación de las palabras más que de los hechos que estas recogían y a los que daban lugar. El mundo es, de esta manera y por lo tanto, una escritura y una lectura. El niño ya no aprende las cosas por sí mismo y desde ellas mismas, sino desde la voz, ajena y propia, que las enuncia y las pronuncia. Ya no existe la materia, sino la palabra que la nombra.
La cultura es la única y auténtica biografía del hombre. Cuadros, partituras, libros son sus hechos y hazañas, desventuras, padres, hijos, hermanos; con ellos convive y de ellos se nutre. No conoce en verdad qué es el amor hasta que siente las palabras de Julieta y las de Isolda, y las de Otelo. No tiene conciencia en plenitud del tiempo hasta hablar con Manrique, y no aprecia un paisaje hasta que no lo aprende en la pintura.
Cuanto digo se resume en algo tan ancestral como que el arte es superior a la vida, es decir, en la salvación por la escritura: en el dicho horaciano “ars longa, vita brevis”. Pero si la palabra, el pentagrama o el cuadro son susceptibles de crear, no pueden anular lo ya creado, que es la propia vida, sin la cual es imposible la escritura. De modo que la última finalidad de esta es la de redimir aquella, recrear, reconstruir, utilizar el verbo para fijar y lindar las experiencias: la existencia —la inmortalidad— es lo que queda escrito de cuanto se vivió.
En esta creencia de que la realidad fulge su verdadera esencia con la palabra, las cosas ya no son sino como son nombradas. La realidad queda resurrecta en el poema y, por ello, la única realidad perdurable es la memoria verbal.
La memoria verbal
Otea la memoria sus orígenes
y, al escribir, la pluma inventa
lo que fuimos, da fe de la existencia.
Somos carne de verbo, tinta errátil,
flujo del tiempo que se identifica
como ansiedad del rostro verdadero.
Fluyen lo recordado y deseado
y solo somos lo que queda escrito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario