Saint-Saëns: Muerte del cisne
La ciencia nos otorga una vida cada vez más larga y saludable. La medicina ha desterrado el dolor físico. La nanotecnología biológica eliminará las cirugías cuando sus minúsculas naves lleguen, inyectadas en la sangre y siguiendo su flujo, hasta el lugar de nuestro cuerpo en el que una célula ha empezado a envenenarse y a contagiar a las demás. Y la sanará y seguiremos vivos aún más años.
Pero moriremos. Y no nos horrorizaríamos si admitiésemos que la inmortalidad no existe ni hay un verdugo esperando tras la muerte.
No hay mayor crueldad que mostrar la vida como una plenitud y un ansia de perpetuarse en ese gozo y, en seguida, aflorar la conciencia de la muerte como un ladrón que nos roba lo que nos pertenece. Quienes creen en un Dios creador y demiurgo creen en la existencia de un gran torturador. El cristianismo y otras multinacionales del espíritu llevan siglos haciendo una publicidad necrófila, vendiendo un culto a la muerte que ha terminado por emponzoñar las mentes y gangrenar la alegría inserta en los genes. Simplemente, nacemos programados para morir, y toda mueca existencialista es muy humana, pero aumenta el dolor de nuestro adiós.
Vivir dichosamente no consiste tanto en elegir las cosas que más nos interesan como en evitar las que menos nos convienen.
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