Barber: Adagio
Animal Quærens
/por Antonio Gracia/
He aquí una meditación sobre la resiliencia metafísica, un himno
en la elegía. Rara vez pensamiento y lírica han cuajado en un poema.
Eso es lo que intento en este: verter el prosaísmo de la filosofía en el
emocionismo de la poesía sin que chirríen.
en la elegía. Rara vez pensamiento y lírica han cuajado en un poema.
Eso es lo que intento en este: verter el prosaísmo de la filosofía en el
emocionismo de la poesía sin que chirríen.
I
¿Adónde han de llevarme estos versos que emergen
como un frágil conjuro contra el desasosiego?
Dejo sueltas las bridas de la pluma
y se dirige hacia los minerales,
hacia el agua, los pájaros y el trigo,
todo aquello que canta
en la naturaleza prodigiosa.
Siento cómo penetra en mi conciencia
y encuentra la de todos
oculta en la semilla del glaciar y del páramo;
y allí revuelve mapas y cisternas,
manuscritos rupestres, azagayas,
espíritus y dioses que urdieron en la noche
la tragedia indeleble de la carne.
Se entromete en la pluma ese atavismo
en el que tristes saurios
devoran la alegría y germinan horror
por todo el horizonte interminable.
Así el destino adverso y la orfandad
sembraron el espíritu,
y la existencia se entendió tan solo
como un viaje doliente a la agonía.
Así pues, si tratase de salvarme escribiendo,
¿qué podría decirle a mis poemas
sino tan solo lo que soy? Y somos
los hijos de una muerte dilatada
incapaz de gozar su vida errante:
no temporalidad, sino fugacidad,
pues la muerte es quien rige la existencia.
Mientras el hombre sea un animal sintiente
capaz de razonar sus emociones,
sufrirá la tortura
de saberse homo moriens perseguidor de la inmortalidad.
¿Quién hallará exorcismos o bálsamos certeros
para afrontar el dolorido
sentir de la conciencia,
si pensar es también un sentimiento?
¿Acaso el «cuando sea no seré
y mientras soy no es» nos evita el dolor?
Eurípides y Esquilo pintaron a los hombres
tal como eran y debían ser,
y ni siquiera Shakespeare consiguió
que las causas no sean consecuencias
de un albedrío sin fatalidad.
Copérnico nos dijo que nuestro mundo es solo
un guijarro cualquiera rodando en un desierto,
sin sílices divinas;
Darwin nos descubrió que somos nada más que
los animales más presuntuosos;
y Freud que ni siquiera
nos gobernamos a nosotros mismos.
Abandonó su escudo Arquíloco
contra la tradición de la muerte gloriosa
y nació el hombre libre con leyes y sin dioses;
pero siguió muriendo con igual agonía,
pues no hay muerte mayor que la conciencia
de sabernos mortales.
¿Acaso aquel descifrador de esfinges
que fuera Edipo destejió su vida
y conjuró la predestinación?
¿Fue dueña de su sino Sherezade
o solamente dilató su muerte?
Ni siquiera Beethoven tras Heiligenstadt
asió por la garganta su destino.
Solo la voluntad nos dignifica.
Por eso dijo Pope:
«ya que mi espalda está torcida,
mis versos serán rectos».
No obstante, Don Quijote y Fausto
son la demostración de que los hombres
no pueden convertirse en lo que anhelan.
Incluso los imperios, al lograr su esplendor,
esculpen sus sarcófagos.
Y henos aquí, los huérfanos del caos.
Miramos hacia atrás, hacia adelante,
persiguiendo un sosiego que no llega,
pues la verdad es solo
una metamorfosis:
el recuerdo reencarna un tiempo muerto
y el mañana es el eco de esa muerte.
Nacer, crecer, morir: no hay otra trascendencia.
Y sin embargo el arte es la expresión
del que queremos ser, su efigie redimida.
Quisiera que mi pluma se olvidase
de los abismos en que se forjó
y embriagase su voz en los veneros
del primigenio júbilo.
Me sumerjo en el mar de Ulises, entro
en claros manantiales, miro
las olas de la luz, me aferro al canto.
Abandono las cítaras antiguas
de la aflicción, la cruenta
escritura, me elevo a un paraíso
creído por creado,
y enumero las cosas que fascinan
el corazón del hombre.
Un poema es un río cuyo cauce armonioso
anega el corazón con la sabia belleza
del ritmo alabeado
y la palabra hermosa.
¿Dónde hallaré ese verbo irreductible
a la desolación?
¿Dónde están los edenes entrevistos
por tanto visionario que descendió al infierno
al fracasar sus transfiguraciones?
¿No es el desencanto el trágico causante
de los escepticismos
y de las deserciones de la vida?
Al llegar a este punto me sumerjo
en un naufragio íntimo.
Y trato de hacer mías las palabras
de tantos otros hombres
que sufrieron igual devastación.
Oteo el sortilegio
que sembraron en mí
y tropiezo tan solo con nostalgias.
Nada a mi alrededor canta, en verdad,
y a todas partes donde miro veo
hombres desalentados trascendiéndose
y estrellándose contra el paraíso.
¿Dónde estarán las músicas y versos
con que se consolaba mi existencia,
y de tanto suicidio me salvaron,
ahora que preciso
su talismán para alentar mi vida?
¿No hay nadie, es que no hay nadie
en el cosmos que escuche
tanta melancolía
y componga con ella una canción?
como un frágil conjuro contra el desasosiego?
Dejo sueltas las bridas de la pluma
y se dirige hacia los minerales,
hacia el agua, los pájaros y el trigo,
todo aquello que canta
en la naturaleza prodigiosa.
Siento cómo penetra en mi conciencia
y encuentra la de todos
oculta en la semilla del glaciar y del páramo;
y allí revuelve mapas y cisternas,
manuscritos rupestres, azagayas,
espíritus y dioses que urdieron en la noche
la tragedia indeleble de la carne.
Se entromete en la pluma ese atavismo
en el que tristes saurios
devoran la alegría y germinan horror
por todo el horizonte interminable.
Así el destino adverso y la orfandad
sembraron el espíritu,
y la existencia se entendió tan solo
como un viaje doliente a la agonía.
Así pues, si tratase de salvarme escribiendo,
¿qué podría decirle a mis poemas
sino tan solo lo que soy? Y somos
los hijos de una muerte dilatada
incapaz de gozar su vida errante:
no temporalidad, sino fugacidad,
pues la muerte es quien rige la existencia.
Mientras el hombre sea un animal sintiente
capaz de razonar sus emociones,
sufrirá la tortura
de saberse homo moriens perseguidor de la inmortalidad.
¿Quién hallará exorcismos o bálsamos certeros
para afrontar el dolorido
sentir de la conciencia,
si pensar es también un sentimiento?
¿Acaso el «cuando sea no seré
y mientras soy no es» nos evita el dolor?
Eurípides y Esquilo pintaron a los hombres
tal como eran y debían ser,
y ni siquiera Shakespeare consiguió
que las causas no sean consecuencias
de un albedrío sin fatalidad.
Copérnico nos dijo que nuestro mundo es solo
un guijarro cualquiera rodando en un desierto,
sin sílices divinas;
Darwin nos descubrió que somos nada más que
los animales más presuntuosos;
y Freud que ni siquiera
nos gobernamos a nosotros mismos.
Abandonó su escudo Arquíloco
contra la tradición de la muerte gloriosa
y nació el hombre libre con leyes y sin dioses;
pero siguió muriendo con igual agonía,
pues no hay muerte mayor que la conciencia
de sabernos mortales.
¿Acaso aquel descifrador de esfinges
que fuera Edipo destejió su vida
y conjuró la predestinación?
¿Fue dueña de su sino Sherezade
o solamente dilató su muerte?
Ni siquiera Beethoven tras Heiligenstadt
asió por la garganta su destino.
Solo la voluntad nos dignifica.
Por eso dijo Pope:
«ya que mi espalda está torcida,
mis versos serán rectos».
No obstante, Don Quijote y Fausto
son la demostración de que los hombres
no pueden convertirse en lo que anhelan.
Incluso los imperios, al lograr su esplendor,
esculpen sus sarcófagos.
Y henos aquí, los huérfanos del caos.
Miramos hacia atrás, hacia adelante,
persiguiendo un sosiego que no llega,
pues la verdad es solo
una metamorfosis:
el recuerdo reencarna un tiempo muerto
y el mañana es el eco de esa muerte.
Nacer, crecer, morir: no hay otra trascendencia.
Y sin embargo el arte es la expresión
del que queremos ser, su efigie redimida.
Quisiera que mi pluma se olvidase
de los abismos en que se forjó
y embriagase su voz en los veneros
del primigenio júbilo.
Me sumerjo en el mar de Ulises, entro
en claros manantiales, miro
las olas de la luz, me aferro al canto.
Abandono las cítaras antiguas
de la aflicción, la cruenta
escritura, me elevo a un paraíso
creído por creado,
y enumero las cosas que fascinan
el corazón del hombre.
Un poema es un río cuyo cauce armonioso
anega el corazón con la sabia belleza
del ritmo alabeado
y la palabra hermosa.
¿Dónde hallaré ese verbo irreductible
a la desolación?
¿Dónde están los edenes entrevistos
por tanto visionario que descendió al infierno
al fracasar sus transfiguraciones?
¿No es el desencanto el trágico causante
de los escepticismos
y de las deserciones de la vida?
Al llegar a este punto me sumerjo
en un naufragio íntimo.
Y trato de hacer mías las palabras
de tantos otros hombres
que sufrieron igual devastación.
Oteo el sortilegio
que sembraron en mí
y tropiezo tan solo con nostalgias.
Nada a mi alrededor canta, en verdad,
y a todas partes donde miro veo
hombres desalentados trascendiéndose
y estrellándose contra el paraíso.
¿Dónde estarán las músicas y versos
con que se consolaba mi existencia,
y de tanto suicidio me salvaron,
ahora que preciso
su talismán para alentar mi vida?
¿No hay nadie, es que no hay nadie
en el cosmos que escuche
tanta melancolía
y componga con ella una canción?
II
Es de noche y el alma busca luz.
Camino entre la bruma,
bajo la antorcha azul del firmamento.
Descartes y Aristóteles creyeron
que la razón podía desvelar
cuantos enigmas rigen a los hombres;
pero el fantasma del conocimiento
sabe que el corazón tiene preguntas
incontestables, que hay un mundo ignoto
que excede a la conciencia.
Y yace el hombre deslumbrado, inerme
bajo el cráneo estelar de un cosmos mágico
en el que, al ver la luz, se queda ciego.
El hombre es algo más
que el alto y noble aliento de su carne.
Hay una realidad desconocida
que emerge inesperada
y contiene el secreto del espacio infinito
y el tiempo ilimitado.
Es de noche y los astros tejen fábulas.
El firmamento expande
la misma luminosa oscuridad
que La ronda de Rembrandt.
Pienso en la transparencia
y en la mortalidad de cuanto existe.
La infancia es el lugar donde crecen los sueños:
allí urdimos los dulces paraísos
de eternidad y plenitud
que la edad transfigura en desengaños
y descubren que el mundo es un dolor
en el que construimos nuestra muerte.
En tal desolación me digo así:
Muere ya, corazón, pues has vivido
y nada encuentras que te brinde causa
para seguir viviendo.
Tempestades he visto, furias, fuegos,
muertes rampantes por el cielo airado,
y jamás he temido como ahora
que no sé lo que temo,
pues es mi mente la que engendra monstruos.
En medio de la noche, las estrellas
que he amado tanto me parecen dagas
fulgentes, o dragones que me acechan.
Tiembla mi corazón como un suspiro
o un estertor fugaz entre las sombras,
y un relámpago añil surca mis ojos.
Todo se transfigura, de repente.
Acaso alguna música armoniosa
emerge del océano del tiempo
y dispone sus flautas en mi carne.
El pentagrama de la inmensidad
desvela sus enigmas y un arpegio
pone en el corazón clarividencia.
Siento la mansedumbre
de un paraíso errante que me abraza:
algún hermoso origen que regresa.
La noche se diluye
igual que en el Concierto para un ángel
del místico Alban Berg
el canto esparce luz sobre las sombras.
Nace el sol con la misma claridad
que cuando el pensamiento
ilumina un misterio.
Contemplo en la mañana las colinas
como arrecifes emergiendo azules
de un universo claro y encendido.
¡Hay tanta claridad en el sosiego!
Siento que si muriese ahora
no gozaría de este amanecer
ya nunca más,
que existen todavía muchas cosas
que desconozco y siguen esperando
para hacerme sentir
la plenitud limítrofe del éxtasis.
La utopía nos hace seguir vivos.
¿Qué sería del hombre sin sus sueños?
Una conciencia cósmica me invade.
Estalla un sortilegio en mi interior
y, de repente, olvido mi agonía
y me abrazo a la luz. Y quiero verla
aunque la muerte aceche.
Camino entre la bruma,
bajo la antorcha azul del firmamento.
Descartes y Aristóteles creyeron
que la razón podía desvelar
cuantos enigmas rigen a los hombres;
pero el fantasma del conocimiento
sabe que el corazón tiene preguntas
incontestables, que hay un mundo ignoto
que excede a la conciencia.
Y yace el hombre deslumbrado, inerme
bajo el cráneo estelar de un cosmos mágico
en el que, al ver la luz, se queda ciego.
El hombre es algo más
que el alto y noble aliento de su carne.
Hay una realidad desconocida
que emerge inesperada
y contiene el secreto del espacio infinito
y el tiempo ilimitado.
Es de noche y los astros tejen fábulas.
El firmamento expande
la misma luminosa oscuridad
que La ronda de Rembrandt.
Pienso en la transparencia
y en la mortalidad de cuanto existe.
La infancia es el lugar donde crecen los sueños:
allí urdimos los dulces paraísos
de eternidad y plenitud
que la edad transfigura en desengaños
y descubren que el mundo es un dolor
en el que construimos nuestra muerte.
En tal desolación me digo así:
Muere ya, corazón, pues has vivido
y nada encuentras que te brinde causa
para seguir viviendo.
Tempestades he visto, furias, fuegos,
muertes rampantes por el cielo airado,
y jamás he temido como ahora
que no sé lo que temo,
pues es mi mente la que engendra monstruos.
En medio de la noche, las estrellas
que he amado tanto me parecen dagas
fulgentes, o dragones que me acechan.
Tiembla mi corazón como un suspiro
o un estertor fugaz entre las sombras,
y un relámpago añil surca mis ojos.
Todo se transfigura, de repente.
Acaso alguna música armoniosa
emerge del océano del tiempo
y dispone sus flautas en mi carne.
El pentagrama de la inmensidad
desvela sus enigmas y un arpegio
pone en el corazón clarividencia.
Siento la mansedumbre
de un paraíso errante que me abraza:
algún hermoso origen que regresa.
La noche se diluye
igual que en el Concierto para un ángel
del místico Alban Berg
el canto esparce luz sobre las sombras.
Nace el sol con la misma claridad
que cuando el pensamiento
ilumina un misterio.
Contemplo en la mañana las colinas
como arrecifes emergiendo azules
de un universo claro y encendido.
¡Hay tanta claridad en el sosiego!
Siento que si muriese ahora
no gozaría de este amanecer
ya nunca más,
que existen todavía muchas cosas
que desconozco y siguen esperando
para hacerme sentir
la plenitud limítrofe del éxtasis.
La utopía nos hace seguir vivos.
¿Qué sería del hombre sin sus sueños?
Una conciencia cósmica me invade.
Estalla un sortilegio en mi interior
y, de repente, olvido mi agonía
y me abrazo a la luz. Y quiero verla
aunque la muerte aceche.
III
¿Para qué la poesía, dice el hombre,
pues el sueño del verso testifica el fracaso
de nuestra realidad, pero no la resuelve?
Igual que las estrellas se extinguen cuando agotan
su esencia sideral,
así el hombre es tragado por la muerte
cuando acaba su música interior.
Por eso yo predico
que escribir es la prueba de que vivir no basta
y que la pluma inventa otra existencia
en la que somos todo cuanto quisimos ser:
que si en vez de escribir nuestros lamentos
transcribimos los sueños realizables,
la vida, contagiada por la pluma,
aprenderá a cantar sin el sollozo
del atavismo injerto en la palabra.
Llegará así un instante en que el esfuerzo
por conseguir el himno cotidiano
nos llenará de dicha
y se producirá la transfiguración:
la búsqueda será en sí misma hallazgo
de un breve paraíso
que difuminará toda tristeza.
Un íntimo fulgor engendrará
bríos para afrontar la muerte, causa
de la fatalidad de la existencia.
Emergerá una voz que ha de decirnos
que hay tanta inmensidad en el claro universo
que la muerte no tiene en él cabida,
porque la finitud
de los hombres contiene un infinito
que renace en la muerte y hace la muerte inútil;
que nuestro cuerpo es material fungible;
que somos un proyecto de cadáver,
pero también una metamorfosis
siguiendo una pulsión trascendental.
Pues somos solo instante inextinguible.
Y en ese instante pleno se congregan
pedernales y cuásares dormidos,
interminables reverberaciones
de sílices y estrellas,
de lascas de futuro remozado,
de pájaros y flores,
de astillas ancestrales y cadáveres
resucitados desde los orígenes.
Yo siento en el instante intemporal
que vengo de un guijarro primitivo
y que soy la conciencia de un origen sin fin;
siento cómo ese ayer y este mañana
entran desde su angosto laberinto
en mi pluma, y con ella
ordeno el universo y la existencia,
detengo el tiempo, lo apresuro, soy
dios de la eternidad o de la muerte.
Tan solo existe lo que dejo escrito.
Ahora voy a escribir lo que será:
si somos el fragor de un magma cósmico
cayendo en catarata hacia nosotros mismos;
si existe una Conciencia Inteligente
que rige un universo en expansión,
¿por qué no concebir también que somos
hijos del cosmos, manantial constante,
y que El Gran Editor de lo inconsútil
teje y desteje la sustancia eterna
para hacer una hermosa
edición corregida y aumentada
de esta vida que nunca ha de agotarse?
Todo es consecuencial metamorfosis.
Todo es destino injerto en una página.
Y tan solo la pluma puede ser
nuestro propio demiurgo: solamente
si el hombre se hace verbo
voluntarioso y transfigurativo.
pues el sueño del verso testifica el fracaso
de nuestra realidad, pero no la resuelve?
Igual que las estrellas se extinguen cuando agotan
su esencia sideral,
así el hombre es tragado por la muerte
cuando acaba su música interior.
Por eso yo predico
que escribir es la prueba de que vivir no basta
y que la pluma inventa otra existencia
en la que somos todo cuanto quisimos ser:
que si en vez de escribir nuestros lamentos
transcribimos los sueños realizables,
la vida, contagiada por la pluma,
aprenderá a cantar sin el sollozo
del atavismo injerto en la palabra.
Llegará así un instante en que el esfuerzo
por conseguir el himno cotidiano
nos llenará de dicha
y se producirá la transfiguración:
la búsqueda será en sí misma hallazgo
de un breve paraíso
que difuminará toda tristeza.
Un íntimo fulgor engendrará
bríos para afrontar la muerte, causa
de la fatalidad de la existencia.
Emergerá una voz que ha de decirnos
que hay tanta inmensidad en el claro universo
que la muerte no tiene en él cabida,
porque la finitud
de los hombres contiene un infinito
que renace en la muerte y hace la muerte inútil;
que nuestro cuerpo es material fungible;
que somos un proyecto de cadáver,
pero también una metamorfosis
siguiendo una pulsión trascendental.
Pues somos solo instante inextinguible.
Y en ese instante pleno se congregan
pedernales y cuásares dormidos,
interminables reverberaciones
de sílices y estrellas,
de lascas de futuro remozado,
de pájaros y flores,
de astillas ancestrales y cadáveres
resucitados desde los orígenes.
Yo siento en el instante intemporal
que vengo de un guijarro primitivo
y que soy la conciencia de un origen sin fin;
siento cómo ese ayer y este mañana
entran desde su angosto laberinto
en mi pluma, y con ella
ordeno el universo y la existencia,
detengo el tiempo, lo apresuro, soy
dios de la eternidad o de la muerte.
Tan solo existe lo que dejo escrito.
Ahora voy a escribir lo que será:
si somos el fragor de un magma cósmico
cayendo en catarata hacia nosotros mismos;
si existe una Conciencia Inteligente
que rige un universo en expansión,
¿por qué no concebir también que somos
hijos del cosmos, manantial constante,
y que El Gran Editor de lo inconsútil
teje y desteje la sustancia eterna
para hacer una hermosa
edición corregida y aumentada
de esta vida que nunca ha de agotarse?
Todo es consecuencial metamorfosis.
Todo es destino injerto en una página.
Y tan solo la pluma puede ser
nuestro propio demiurgo: solamente
si el hombre se hace verbo
voluntarioso y transfigurativo.
Antonio Gracia es autor de
La estatura del ansia (1975),
Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998),
Libro de los anhelos (1999),
Reconstrucción de un diario(2001),
La epopeya interior (2002), El himno
en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños
(2005), La urdimbre luminosa (2007).
Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos
de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de
inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros,
ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro
y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana.
Sus últimos títulos poéticos son Hijos de Homero,
La condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de
2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y
los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte
universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente
Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual
Pla y Beltrán: vida y obra, Ensayos literarios, Apuntes
sobre el amor, Miguel Hernández: del amor cortés
a la mística del erotismo y La construcción del poema.
Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte
y dispone de un portal en Cervantes Virtual.
La estatura del ansia (1975),
Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998),
Libro de los anhelos (1999),
Reconstrucción de un diario(2001),
La epopeya interior (2002), El himno
en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños
(2005), La urdimbre luminosa (2007).
Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos
de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de
inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros,
ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro
y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana.
Sus últimos títulos poéticos son Hijos de Homero,
La condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de
2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y
los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte
universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente
Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual
Pla y Beltrán: vida y obra, Ensayos literarios, Apuntes
sobre el amor, Miguel Hernández: del amor cortés
a la mística del erotismo y La construcción del poema.
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