MIRA los ojos: cómo transparentan
la luz del universo, donde el alma
es infinita; observa, enfebrecidos,
esos labios, por los que emerge el mundo.
Siente el cuello, que yergue la cabeza
y se abre sobre el pecho como un río
apaciguado; escucha el corazón,
su músculo sonoro, su sangrienta
geometría, el cúmulo de gárgolas
ardientes; y las vísceras añiles
enrojecidas por la voluntad
de la creación; los vasos y los filtros
ordenados en mágica armonía.
Contempla el firmamento esplendoroso
del epitelio cósmico interior,
las mil estrellas que el cerebro fragua.
Mira cómo se ordena el caos; mira
cómo surge la nada y se transforma
en cálida materia inteligente;
y cómo se dilata en los pulmones
y se expande en la rueca de la vida
hacia el pubis sediento. Observa, palpa
la humana simetría; huele el tacto
de las manos, los muslos, la osamenta
vestida con la carne que se burla
de toda podredumbre y canta firme
su exaltada salmodia, la lujuria
de la pura existencia incontenible,
irresoluble en muerte. Abraza el cuerpo,
repite su clamor y niega entonces
la furia del vivir y su conciencia
de eternidad.
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