Strawinski: Apolo y las musas
G. Bellod
La creación -artística o científica- y la convivencia pocas veces son compatibles. El artista nace con unas cualidades diferentes a las de la mayoría y desde ellas va perfilando sus experiencias hasta adquirir una visión del mundo igualmente distinta. Esa dedicación a su mundo interior le exige un espacio íntimo excesivo para los demás, quienes difícilmente comprenden y soportan ese apartamiento.
Se rige, así, conscientemente o no, por unas normas que lo hacen chocar con sus alrededores hasta automarginarse o ser marginado. Incluso cuando encuentra otro artista, el choque de sus mundos parece inevitable porque el universo de la creación es semejante pero con fronteras. Ni siquiera los gigantes se reconocen entre sí, como ocurrió en los encuentros de Góngora y Quevedo, Mozart y Beethoven, Van Gogh y Gauguin, y tantas guerras literarias.
Se rige, así, conscientemente o no, por unas normas que lo hacen chocar con sus alrededores hasta automarginarse o ser marginado. Incluso cuando encuentra otro artista, el choque de sus mundos parece inevitable porque el universo de la creación es semejante pero con fronteras. Ni siquiera los gigantes se reconocen entre sí, como ocurrió en los encuentros de Góngora y Quevedo, Mozart y Beethoven, Van Gogh y Gauguin, y tantas guerras literarias.
De modo que solo en la soledad de su retiro introspectivo puede el creador fraguar su obra, pues solamente desde su mismidad, por muchas experiencias externas que acumule en ella, puede la inteligencia armonizar su visión y plasmarla en una obra.
La obra, su obra, es el constante interlocutor que absorbe su conversación, monólogo que lega a los demás y que lo encadenan a lo que tantas veces he nombrado como solitariedad.
La obra, su obra, es el constante interlocutor que absorbe su conversación, monólogo que lega a los demás y que lo encadenan a lo que tantas veces he nombrado como solitariedad.