Schumann: Sinfonía II, 3º
La Naturaleza ha dotado a las criaturas de un mecanismo de defensa que se dispara ante cualquier peligro: suena la alarma de la supervivencia y la reacción inmediata es la de pánico para que este nos empuje a evitar la causa. El ciervo huye ante la visión del tigre; la mano se aparta de aquello que la hiere; el niño de pocos meses grita cuando tiene hambre. Pero llega el alimento, se aparta el fuego, se aleja el tigre; y todo recobra su equilibrio.
Ahora bien: ¿Qué ocurre cuando aparecen una y otra vez, día tras día, el tigre, el hambre o el fuego? Sucede que el malestar continuado ocasiona un disturbio emocional y se genera ansiedad, angustia, melancolía; de tal manera que, en medio de tanto desasosiego, ya no reconocemos la causa del dolor y, por lo tanto, no podemos apartarnos de ella, con lo que sentimos un pavor abstracto, enmascarado e innombrable que nos sensibiliza solo para sufrir: y cualquier indicio de peligro nos provoca reacciones desproporcionadas, terrores de todos los tamaños que terminan convirtiéndose en el peor: miedo a sentir, miedo a vivir. De modo que, en ocasiones, lo que en principio fue una alerta contra el dolor acaba siendo una tortura y un deseo de repudiar la vida.
Imaginemos el horror de Van Gogh o de Schumann al saberse cada día más prisioneros del miedo a perder su identidad, más faltos de voluntad para ordenar sus vidas. El “Concierto para violín” de este y los “Cuervos sobre un trigal” de aquel testifican el combate entre sus luces y sus sombras. Toda la obra de Poe es hija de sus crisis. Son casos extremos, en los que los seísmos emocionales bloquean y abren precipicios mentales; pero pocos hombres y mujeres se han visto libres de similares accesos -aunque, por fortuna, más llevaderos- en determinadas circunstancias.