El abrazo lesbiano
Ella hundió sus pechos llenos en los pechos de ella y ella sintió cómo los pezones afilados turbaban su carne más exangüe, más marchita, ya sin mármol erótico. Ella sorbió el dulzor de su boca y ella lamió igualmente el néctar delicioso que goteaba en sus labios. La piel, las manos, las caderas: se enervaban igual que una pantera, y la fruición sexual languideció tras muchas dentelladas, escaramuzas, batallas y fraseos. Ella rodaba en el cansancio y ella jadeaba entre estertores mágicos. Una empezó a dormitar ronroneando y otra callaba sus rugidos íntimos. Ambas necesitaron en aquel momento que la otra irguiese un glande y penetrase dentromente de sí todo el calor de una eyaculación fingida tantas veces.
Ella se levantó, se vistió sin ducharse -para conservar como una prueba fiel el calor de la agresión amable-, se dirigió pensativa a la Sala de Justicia. A la nueva juez, joven y experta en tantas cosas, le debía aquel entendimiento. No había decidido aún cuál sería la sentencia. Pero ahora comprendía que una mujer podía, también, matar por el amor de otra.