Escrituras metapoéticas
/ por Antonio Gracia /
(1) El atractivo de la estética culturalista radica en que conjuga la experiencia del autor con la del lector mediante el guiño de lo que para ambos significa la plenitud del existir, emoción que surge de esa complicidad en la que el nostálgico paraíso perdido de la naturaleza parece recuperarse en el de la cultura, que no es sino una depuración o superación de la cotidianidad inatractiva. Frente a otros que exhiben como apoyaturas anoréxicas sus citas creyendo que las joyas no pueden afear si no saben lucirse, quien siente que la escritura es el rostro de la vida ingresa el acervo cultural en su texto, lo interioriza, se lo apropia para su dicción. Las esquirlas culturales funcionan como arietes con los que embestir hacia el hallazgo del apropiamiento. Lejos de ser una ostentación de erudiciones, los datos sembrados en los versos o en los que el poema se sustenta alojan mismidad, parecen proceder de la misma experiencia vital y no libresca del autor. La cultura actúa como si fuera la propia biografía del poeta. Cuantos elementos y personajes aparecen blandidos por la muerte dejan en el lector la imagen de que el autor es un muriente cuyo pudor le impide lamentarse. Que su túmulo esté hecho con pedrería y el sarcófago recamado de oros y diamantes no le quita dolor a su tragedia, como la fastuosidad de Tutankamon no impide ver la liturgia elegiaca del Libro de los muertos. Vida y muerte, la una buscando salvarse en la otra, son los temas.
La frialdad de muchos poemas de esta tendencia viene tal vez de que en ellos no se concibe el arte a la manera —por acudir a transcripciones artísticas— de Músorgski —Cuadros de una exposición— o Rajmáninov —La isla de los muertos—. El poeta no se deja impresionar —o calla su expresión— por el mundo natural o cultural; recoge de este (lienzos, autores, personajes) los fragmentos que mejor dicen o esbozan el óbito escondido de sí mismo. Por eso la intimidad del Romanticismo subyace en una obra que parece escrita desde el notariazgo, amordazado el yo explícito de aquel por un yo gimiente fugitivo de la misma concepción romántica. Esta poesía no es una paráfrasis, como la Sinfonía Fausto, ni siquiera un retrato como la Sinfonía fantástica. El autor expone su yoicidad aparentando no ponerla, igual que el dodecafonismo parece impersonal porque el oyente no se encuentra inmediatamente identificado con lo que está escuchando. Su estrategia poética puede parecer un fragmentario de retazos ajenos, y bien pudiera verse en ello una personal distribución poemática de las estéticas alusivas de los Cantos pisanos y La tierra baldía, incluso del cuarteto nº 8 de Shostakóvich, sino que lo incardina en la cultura de la cual se sirve para identificarse. El léxico cuidado o las alusiones artísticas no tienen como función última la de crear belleza sin más, sino que esta se utiliza para mostrar también la podredumbre de la vida, lo cual redunda en creación de nueva y melancólica belleza.
(2) La cultura es una autobiografía interior. El metapoeta siente la cultura como algo propio e íntimo, tanto como cualquier órgano de su cuerpo o una intimidad secreta: un verso amado es tan visceral y determinante como lo fueron la homosexualidad o la paidofilia para Chaikovski, Carroll o Andersen, el alcoholismo para Poe o Modigliani, el juego para Dostoyevski o el dios para el místico: esos laberintos sicológicos son la carne nutriente para la doctrina metapoética, que apunta a «domeñar el rebelde, mezquino idioma», y se condensa en ese gran tratado lírico que es Altazor. El metapoetismo es un contemplativismo —nacido del auge de la linguística y sus filosofías— del acto creativo. Frente al yo individualista y al colectivista surge el yo lingüístico. Así como el místico se enajena, para hallarse, en el dios creador, y se pregunta por la vida eterna —intemporal, mientras vive en el tiempo—, el poeta se introspecciona como autor mientras es creador de su dicción —su vida perdurable como poeta—, pues el metapoeta es un poeta que se observa poetizar; elucubrar sobre la idoneidad entre lo dicho y lo que se desea decir, la realidad o refracción de lo sentido a través de su expresión. La intención metapoética es inquirir sobre la poesía en busca de la ontogenia dictiva. Su riesgo estriba en caer en el prosaísmo ensayístico. Si la poesía social era antilírica —y de ahí su fracaso en el tiempo— por entender poetización como concienciacion, el metapoetismo entiende escritura como autocontemplación mientras se escribe, con lo cual el discurso silogístico prevalece sobre el emocional o lo suplanta. Poetas civiles y metapoetas son enemigos de la poesía cuando olvidan que en la lírica cabe todo lo que conduzca al lirismo, pero que no puede faltar este. Es muy difícil que el forense cree vida por el solo hecho de hacerle la autopsia a quien la tuvo. Nunca el bisturí tendrá más vida que el cadáver. Tal el metapoeta. En el metapoetismo predomina progresivamente el intelectual sobre el poeta lírico. Este escribe lo que medita sobre la escritura, sustituyendo inspiración —sea esta lo que fuere, pero siempre flujo de irracionalidad— por reflexión, método científico, racionalidad, aunque sensualidad emocional y emoción intelectual no están reñidas y disciplinar la intuición no supone desterrarla. Así, estos son textos amputados del estremecimiento primario que, en el principio, hizo que exista una faz del hombre llamada poesía lírica. Pero también la inteligencia sensible siente un orgasmo cuando descubre una certeza y lanza su eureka ante la clarividencia de las emociones, porque incluso el pensamiento es percibido por el hombre integral como otro sentimiento. No hay que dejarse engañar por la afirmación de Seurat: «Algunos ven poesía en lo que he hecho. No es así: aplico mi método; eso es todo».
Si el glíglico cortazariano es un lenguaje inventado que comunica como si fuera convencional ayudado de situaciones y contextos, los libros reflexivos de metapoetismo utilizan el entramado técnico, que se supone el más científico, y por eso el menos ambiguo, para demostrar que el poder de una ciencia lingüística consiste en carecer de poder definitivo. Socráticamente: «Solo sé decir que nada puede decirse». Es posible ensayar con objetividad sobre el azar inextricable para la mente humana y sus peregrinajes por las cogitaciones vertebradas, pero el único azar que percute el universo es el de Mallarmé y toda racionalización que busca la solemnidad de la certeza definitiva acaba siendo tan inexpugnable para la sinrazón como la sonrisa de las Instrucciones para subir una escalera de Cortázar, que evidencian lo evidente con, eso sí, formulación científica, lo cual convierte lo evidenciado en algo tan contingente como el sincientificismo. De poco sirve irracionalizar racionalmente, mostrando que la racionalidad es igualmente irracional, una espuridad de la medodología, pues no conduce sino a la evidencia de lo absurdo del pensamiento estrictamente lógico y, por tanto, a la imposibilidad de la comunicación (recuérdese a los Marx, elocuentes del peligro de esa despersonalización e ineficacia, en Una noche en la ópera: «La parte primera de la primera parte…»).
Algo hay, como primer motor del poema, en esta escritura de verbosidad paralógica, de escritura automática controlada que permanece una vez pulimentado el texto. El subconsciente siempre sabe más que la conciencia. Por eso el poeta romántico que hay en todo poeta pretende liberarse y asoma una y otra vez entre los aherrojamientos a que lo somete la objetivación del azar. Y ese romanticismo se resume en algo tan ancestral como que el arte es superior a la vida, es decir, en la salvación por la escritura, en este caso disfrazada de metaescritura para, autocuestionándose, hallar la dicción definitiva, a pesar de que todo autor ensimismado entre los anankés sabe «que también la palabra es un cadáver».
(3) Dos factores, interdependientes y transferentes, integran al hombre y sus obras: inteligencia y sensibilidad. La inteligencia distribuye la sensibilidad y esta mediatiza aquella. Pero no es asumible eliminar toda sensibilidad que no sea meramente intelectiva. El hombre está constituido también para sentir debilidad por el sentimentalismo, cosa indigna de Raskólnikov y del superhombre niesztcheano. Ahora bien: ¿es inteligente utilizar la inteligencia para insensibilizarse? ¿O se trata de buscar otra sensibilidad? ¿Alguien cree que El clave bien templado es la obra de un hombre de temperamento sin templanza? Sísifo conoce la inutilidad de su esfuerzo, pero le va en ello la vida. ¿Cree el lector que estos textos son sisífeos para sus autores? Sin ese afán de entender —para identificarse— los mecanismos del lenguaje, ¿hubiesen aprendido que el poeta es, a pesar de su verbalidad, afásico para lo trascendente? El metapoetismo solo toma del hombre al poeta, ya lo he dicho, y de este nada más que su oficio de ingeniero. Corre el riesgo de perder de vista al ser humano al mirar tan ostentosamente sus palabras. Hay que salvarse de esa hiperestesia linguística o atrofia emocional. El desengaño del Barroco y la dolorida burla quevedesca devienen nihilismo y cuestionamiento de la verbalidad; el Dieciocho trata de anquilosar los sentimientos con la razón, proponiendo una poética contigua al metapoetismo, simultaneado con la creencia suprema del ars longa, vita brevis, de que el arte puede salvar la existencia creando desde esta otra existencia. La última finalidad de esta es la de redimir aquella, recrear, reconstruir, utilizar el verbo para fijar y lindar las experiencias: la existencia —la inmortalidad— es lo que queda escrito de cuanto se vivió.
Las cosas ya no son sino como son nombradas. «Ahora parecerás, ¡oh mar distante!,/ mar; ahora que yo te estoy creando/ con mi recuerdo», dice JRJ. Pero la palabra solo es una ideación de la memoria y esta un azar que se desea objetivar como restauración de la vida. Tras tanta lucha del creador por hallar o rescatar su identidad, el poema no reconstruye esta, sino que inventa un mundo en el que nunca muera aquel: el poeta solo es un «pequeño dios» huidobriano urdido por el hombre que desea nombrar con su inteligencia («Intelijencia, dame/ el nombre exacto…», había escrito JRJ). La salvación por el poema, la pintura, la música, las catedrales, las pirámides, es una ficción que quisiéramos creer como realidad, pero que acaba afirmando que el arte no sustituye a la naturaleza: escribir no es excrementar, ni bautizar, otra vida, sino intentar convertirse en Midas de la muerte.
Esa labor de inútil resurrector es el único y triste consuelo del poeta. Esbozar el dolor de la muerte en un poema es esbozar la única vida imperecedera. Algo que Beethoven, en un acto supremo de voluntad, y desdiciendo su anterior afirmación misántropa de «prefiero un árbol a un hombre», eludió en la monumental Novena,prefiriendo finalmente el hombre vivo al hombre inmortalizado por el arte (claro: que con ello volvía a decidirse por el arte sin desdecirse del hombre).
Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de Homero, La condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obra, Ensayos literarios, Apuntes sobre el amor, Miguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo y La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.
https://elcuadernodigital.com/2022/07/20/escrituras-metapoeticas/amp/#top
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Escrituras metapoéticas
«El subconsciente siempre sabe más que la conciencia. Por eso el poeta romántico que hay en todo poeta pretende liberarse y asoma una y otra vez entre los aherrojamientos a que lo somete la objetivación del azar». Un artículo de Antonio Gracia. |
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