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jueves, 27 de abril de 2023

En nombre de la luz. Carlos Alcorta

Carlos Alcorta:

ANTONIO GRACIA.  EN NOMBRE DE LA LUZ

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https://carlosalcorta.wordpress.com/2023/04/24/antonio-gracia-en-nombre-de-la-luz/ 

ANTONIO GRACIA.  EN NOMBRE DE LA LUZ

EDITORIAL HUERGA Y FIERRO.

El título de este libro, “En nombre de la luz”, nos ofrece una idea muy precisa de la vía iluminativa ―en este caso no como forma de acercamiento a Dios, sino como una manera de distanciarse de las fuerzas oscuras que gobiernan el caos y sustentan al alma atribulada― que ha recorrido en sus últimas entregas la poesía de Antonio Gracia (Alicante, 1946), un poeta que, por edad, podría haber estado incluido en la Generación del 68, generación que incluye a los llamados Novísimos, de los cuales le separan el culturalismo exacerbado, el experimentalismo lingüístico y la ruptura con el realismo más prosaico, pero también a aquellos poetas que, siendo fieles a la tradición no renuncian a la renovación poética y utilizan un tono meditativo con altas dosis de autobiografía y de cotidianidad, ambas elevadas a un estado superior de trascendencia, al que es más afín nuestro poeta. 

En este aspecto, el prólogo del profesor Prieto de Paula no puede ser más esclarecedor: «su hipertrofia yoísta lo hace renuente a asumir su condición histórica. La “inflamación del yo” que lo caracteriza no tiene que ver con la autosatisfacción, sino con el desasosiego perpetuo, de espaldas a las razones sociales». Esta búsqueda incesante de la luz no es inocente. El poeta no se muestra ajeno a los conflictos que zaranden al ser, a la propia existencia de este ser que se interroga sobre «¿Quién no ha sentido que es injusto un mundo / en el que el ansia de supervivencia / lucha constantemente contra / la conciencia de la mortalidad?». 

La segunda parte del libro, «Amanecer en la noche» ―según el autor, «un conjunto medular y autónomo, paralelo, reincidente y capitular, con la primera [sección] como arbotante, se expone el eco de una historia de amor creciente y jubiloso, íntimo y universal, telúrico y onírico, en un mundo que, tras dar muerte a la trascendencia a la que aspira el poeta, yace en continua conflagración dialéctica…»― ahonda en el mismo tema de la fugacidad, por eso la única luz es la «de los anhelos / en la trinchera de las utopías», y una utopía es, obviamente, el deseo de permanencia, aunque el poeta toma conciencia de ese pesimismo vital que le abate e intenta salir a flote, remontar el vuelo ―«Tal vez existan alas / que vuelen a la luz»― y adoptar una postura más optimista: «Mi voluntad dibuja otro paisaje, / y aprendo otra estrategia», escribe en el poema «Despidiendo el ayer». El amor se convierte ahora en una especie de panacea espiritual con la que soportar todas las iniquidades de la existencia, por eso, cuando falta, «todo es fatua herrumbre, oscuro tránsito / del corrosivo empeño de los hombres / por destruir la piedra cincelada / y mancillar cualquier naturaleza / original». Lo cierto es que situarse en una posición deliberadamente celebratoria no resulta fácil. No basta solo la predisposición para hacerlo, sino que es precisa una concatenación de estímulos que alimenten más que el deseo, una visión del mundo y, en estos poemas, no parecen haber cuajado, o quizá son insuficientes, dichos estímulos, por eso, pese a lo voluntarioso del propósito, prevalecen las muestras del desasosiego en muchos poemas. En otros, la escritura trata de salvar al ser de la incertidumbre: «Y persuadí a mi pluma a que advirtiese / que el ocaso es vencido por la aurora: / que las estrellas mueren y renacen. / Y me puse a escribir un canto al trino, / al vuelo alado, al pájaro viviente. / Qué belleza cantar la maravilla». De hecho, no hay más que leer el poema «Sinfonía para un hombre solo», para calibrar hasta qué punto el fatalismo impregna estos poemas: «Acaso porque nunca fui feliz, / siempre quise ser otro» dicen los primeros versos. Solo en la escritura parece encontrar el poeta alivio a su tristeza, pero, confiesa, «también el verso fracasó; y el dolor, / que no pudo matarme, me enseñó la templanza: / así forjé mi espíritu, con lágrimas / que siempre desterré». No parece pues que no haya «más destino que la voluntad», ya que esta cede a menudo ante el peso de los acontecimientos. 

Este contraste, esta tensión entre el deseo y la realidad, entre la necesidad de ser feliz y los impedimentos para llegar a serlo son los que determinan que predomine en la escritura el tono elegiaco y que lo hímnico sea solo una fragancia que desaparece casi al instante. Consciente de ello, Antonio Gracia se pregunta en un poema que es, además, una poética, «¿De dónde nace / la voz que reverbera en una obra / constituida en universo fértil, / sino desde el dolor y resiliencia, / la ascensión de las sombras a la luz, / la transfiguración de la desdicha / al convertir en himno la elegía». 

Ecos de muchos poetas suenan en los poemas de este libro ―Góngora, Quevedo, Garcilaso, Vallejo, Machado, san Juan, Juan Ramón, entre otros―, incorporados magistralmente en sus versos. Creo que la intención de convertir el fatalismo en vitalismo no ha sido refrendada, pero eso no merma en absoluto la verdad que subyace en estos versos de factura envidiable.

:Reseña publicada en El Diario Montañés, 21/04/2023



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