¿Qué hacer para que el tiempo sea nuestro aliado y no nuestro enemigo?
Vivimos arrastrando el pasado o motivados por él. Somos lo que hemos hecho de nosotros, con ayuda de los demás o a pesar de sus influencias. Y por la misma razón podemos moldearnos -mejorarnos- para apreciar cabalmente la vida y disfrutarla en vez de sufrirla. Si somos hijos del pasado, también somos padres del futuro. Porque el futuro empieza en el pasado, y será según lo fecundásemos ayer y según lo cultivemos hoy. La Naturaleza no es democrática, sino expansiva. Los árboles no eligen; ni la lluvia, ni el pájaro; para ellos todo es consecuencia de una genética cósmica, inexorable y determinante. Pero el hombre puede ordenar sus impulsos, razonar su evolución, prevenir el mañana con su conocimiento del ayer.
Uno de los atributos que permiten al hombre ser dichoso es el olvido; sin embargo, olvidamos con facilidad los buenos momentos, y difícilmente los malos; y son estos los que nos determinan y escriben el porvenir. Pero no hay mejor destino que el que la voluntad puede trazarnos; así que debemos olvidar después de haber aprendido del recuerdo; y hacer que el tiempo venidero sea obra de nuestra ingeniería emocional. Cada vivencia es un voto que tenemos en cuenta a la hora de tomar decisiones. Es decir: que lo que llamamos experiencia es la síntesis del aprendizaje del pasado, que nos enseña a construir un futuro mejor. Por eso hay que vivir intensamente, y responsablemente; y por eso el tiempo se detiene para aquel que ha aprendido a gozar el instante. Como en el “Bolero” de Ravel, cada momento debe ser una intensificación del anterior para alcanzar un logro.
Tanto el manriqueño “cualquier tiempo pasado fue mejor” como el “siempre nos quedará parís”, del Humphrey Bogart de “Casablanca”, suponen una visión pesimista de la existencia. Porque el presente es la suma emocional de cuanto hemos vivido y la proyección intelectual de lo que viviremos. Y si recogemos solo el dolor de ayer, o su nostalgia, no estamos cultivando alegría para el mañana. Ahora bien: igual que en “La persistencia de la memoria”, de Dalí, los recuerdos se derriten y diluyen: se emborronan y nos muestran una vida solo semejante a la que vivimos, no idéntica; dejan de ser espejo de lo que ocurrió y nos presentan otra realidad; transformación esta que puede enajenarnos si no sabemos leer con transparencia los paisajes del tiempo.
Lo cierto es que todo cuanto existe está sujeto a cambio. La primavera sucede al invierno; la juventud, a la adolescencia; los frutos a las semillas. Todo se transforma, y no siempre para nuestro bien. No podemos evitar las transformaciones físicas de la Naturaleza; pero sí sus repercusiones en nuestra sensibilidad -en nuestra identidad-. Ante esos cambios naturales, que implican transformaciones morales –porque todo lo nuevo entraña miedos y exige la incómoda autocrítica de revisar nuestros principios y conductas-, hay esencialmente dos actitudes: la de quienes temen y la de quienes buscan. La Historia es una lucha, más que un diálogo, entre esos dos criterios -el lector encontrará un buen ejemplo en “Hacedor de estrellas”, de Stapleton-. El progreso se alimenta de la tradición, no de su traición; porque somos evolución, regeneración, invención responsable: de manera que hay que hacer compatible lo nuevo con lo antiguo, desechando lo novedoso y lo caduco. Y tejer con esos hilos de Ariadna sueños realizables.
No hay peor enfermedad que carecer de ilusiones: quien no tiene ilusiones, o no trabaja para hallarlas, está muerto. Hay que abrirse a las nuevas perspectivas que nos ofrece el progreso y beneficiarnos de ellas procurando que la tecnología no entierre los humanismos, de modo que el mundo no solo sea mejor para los que estaban bien y peor para quienes estaban mal. Porque si es verdad que todo lo que adelanta la ciencia no es un progreso para la conciencia, tampoco es falso que el miedo a avanzar implica un retroceso. Y porque una cosa es cierta: el futuro no está en el confort, sino en el bienestar del corazón.
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