Durante más de ochenta años de Hernández ha habido muchos Hernández, nacidos de la confusión entre poesía e ideología. Unos lo han visto como un diablo rojo, poroso de azufres laicos y fuegos legos; otros, devotos, lo han beatificado como san Miguel Hernández; aquellos han querido reducirlo a los gritos combativos, ebrios de una filosofía violenta, de Viento del pueblo, éstos han pretendido identificarlo con los gorgoritos seudoculturales de Perito en lunas; algunos lo han empequeñecido hasta ser poco menos que un casto varón junto al otro santo, san Ramón Sijé y su neocatolicismo fascistoide en una oriolana aldea cristianizante y fanatista; muchos han aprovechado las coyunturas para reducirlo, también metonímicamente, a un villano comulgante o flirteador de las ideas comunistas. Retratos fragmentarios todos ellos de los facciosos de la seudopolítica y la crítica espuria. La poesía es una abstracción y hace olvidar incluso a quien la creó. Miguel Hernández es universal por su obra, no por sus hechos, aunque su mejor hecho es su obra. A menudo la grandeza de una obra se ha escrito con las flaquezas de su autor. La literatura solo importa en el tiempo cuando es la formulación de una verdad humana. Y hacia esa verdad se encaminó la escritura de Hernández, ayudado, como ha ocurrido tantas veces en la historia, por la adversidad, pero haciendo de ella una inmejorable escuela. La lección hernandiana consiste en la superación de la incultura y las ideologías derechistas o izquierdistas, la iluminación y el aprendizaje en el dolor, su última escritura de la esperanza en el hombre, en el hijo, en el amor, en la igualdad, en la libertad. Unos pocos poemas suyos contienen esa esperanza nacida de la desesperación inaceptada. Por eso Hernández es universal; no por su aldeanismo, patriotismo, seudoculturalismo, catolicismo, comunismo.
La poética de Hernández, como la de todo poeta, es aquella a la que le condujo su vida -es decir: sus hechos y lecturas-, no su escritura literaturizante. Las teorías sobre “lo que debe ser” la literhartura quedan, al fin, en pretensiones o fracasos. Si la poesía no es una vida, o la vida, sí es una emanación de esta. Y en algunos autores esta intercomunicabilidad es trágicamente inevitable. En Miguel Hernández se muestra como en pocos esta transferencia: escribe al hilo de lo que vive y, al final, a la soga y la sombra de la premuerte. En esos momentos hay que buscar lo esencial de su obra. Aunque tampoco esta verdad excluya la veracidad de las afirmaciones, atisbos o reniegos de otros instantes de su vida y de su verso.
Hernández empieza su creatividad hablando del amor libresco, (El rayo que no cesa: el seudoamor) y termina sintiendo y escribiendo sobre el amor natural (últimos poemas, Cancionero). Antes, mientras tantea, Perito en lunas responde a la poética que dicta que la claridad debe enmascararse entre las sombras, fiel al criterio erróneo de que poesía es dificultad, dificilidad, y poeta, por tanto, cincelador de misterios inventados (y en ello cometió los mismos errores que los culteranos, al tomar el rábano de Góngora por las hojarascas del gongorismo). De ahí los títulos y calificativos con que bautiza sus octavas: “Poliedros”, “enigmas”. Es la confusión entre quien busca poner luz a lo sombrío tallando un hermetismo arrancado desde lo inexplorado, y quien se asombra ante lo obvio y lo obstaculiza con su verbo para hacer ostentación de su pericia. Recuérdese: perito en lunas; es decir: experto en penumbrar la claridad. En cuanto a sus libros “de guerra”, muestran la furia sublevada y humillada, asimiladas, por así decirlo, antes y después del Congreso de Intelectuales, moviéndose entre el guarismo y el pueblo: el viento humano que acecha deshumanizadamente.
Lo que importa no es que un hecho sobrehumano lo ejecute un superhombre, sino que lo haya realizado un hombre con trabajo y esfuerzo. Si un lector de Hernández admira sus más bellos y sinceros poemas, los escritos al final de su vida, libres de literaturismo y engreimiento, tiernos y humanos, ascetas y serenos, no debe olvidar que esa encarnadura de un ser en su palabra viene de la conquista que un hombre hizo de sí mismo, librando los combates de la vida y sus miserias, debilidades y tropiezos. Pero, pasada la vecindad de los tiempos, lo que importa, por muy poco humano que parezca, es el poema, y de su autor solo interesa aquello que ayuda a entender su escritura.
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