El hombre no alcanzaba los frutos de los árboles y aprendió a prolongar su mano con fragmentos desgajados del árbol; esa causa y efecto, esa extensión de su capacidad sintiente y cognitiva le llevó a concebir una estrategia para hallar alimentos y detener la muerte. Quiso dejar constancia de su conquista de la naturaleza; y escribió en las paredes sus hazañas. Pasaron muchos tiempos y los hombres vivieron experiencias terribles y también armoniosas, y quiso que los hijos de sus hijos las tuviesen en cuenta para que erraran menos. Entonces prolongó su mano hasta la pluma y escribió su experiencia: la legó a cuantos descendiesen de los dioses pero tan solo fuesen hombres desorientados ante aquel mundo hostil. Así avanzó la historia, y la escritura se convirtió en semilla de los aprendizajes: una vida lejana del dolor y el sufrimiento. Con los siglos, el cuento y el poema, la relación de cuanto sucedía, fueron causa de toda consecuencia y se guardaba en códices, legajos, habitantes de pueblos llamados bibliotecas. Se almacenaba la sabiduría en historias reales y fingidas, en cánticos y plantos, dando fe de la vida y de cuanto se quería vivir. Hasta que la estrategia de su pensamiento llegó a la conclusión de que él era también un animal humano, no divino y no podía alzarse al cielo sino conformarse con la tierra, el anhelo, sus hermanos, la voluntad de la supervivencia. Tras muchos sufrimientos, devastaciones, sueños y otras muchas premisas llegó a una conclusión: debía perdonarse el hecho de ser solo un hombre, un animal como tantas otras fieras y no sentir la culpa de no poder ser dios.
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