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viernes, 25 de noviembre de 2022

El abrazo de Azula.



Azula siempre quiso saber por qué se llamaba Azula, que no era su nombre, sino aquel con el que la había bautizado un amoroso arzobispo al contemplar el marítimo destello de sus ojos. 
     Como digo, Azula siempre quiso saber por qué el cielo se parecía a ella, pues eso era lo que le decía su enamorado, al que desdeñaba porque no acababa de creerse lo de que, cuando se casasen, dejarían de ser pobres: decía ella que, al embarazarse y dar a luz, en vez de tener gemelos tendría dos millones de euros, a repartir. 
      Le gustaba perseguir luciérnagas, violetas, estrellas... y un día atrapó un sueño y despertó en la isla de la Felicidad.
     Otro día, cual valiente caperucita, fue al bosque que tanto amaba a conversar con el lobo, su antiguo novio. Había decidido morderle, vampirizarlo y salvar a su perrita Lula, violada por el tal lobuno, que ya había sumido en la melancolía a la abuelita fiel.
     Cenicienta, que pasaba por allí en busca de un buen príncipe, no se lo podía creer y se salió de este cuento, al que no había sido invitada. Otro tanto le ocurrió a la Bella Durmiente, que se marchó a roncar a otro lugar rupestre sin despedirse de Azula.
     Entre tanto, el narrador de esta aventura indiguente, fulgente y renuente miró al horizoncente disimulando para que no le silbasen por no saber contar ni siquiera un cuentecillo extremaunciónico, y se disfrazó de poeta arborífero grabando en los troncos estos versos trapecios:
                               "Si quieres que te ame           Azula,
                                 enamórate de Lula".

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