Bach-Marcello: Adagio
La mente es una pizarra magnética en blanco: absorbe y escribe en ella todo cuanto ocurre a su alrededor, y jamás lo olvida. Su memoria es infinita: aquello que no puede guardar en primer plano lo almacena en sus sótanos, en espera de tener que utilizarlo. Allí va lo que parece no interesarnos y lo que nos interesa demasiado pero nos daña.
En los primeros meses de nuestra vida es una página virgen. En ella vamos tachando y reescribiendo los hechos, que se transforman en recuerdos independizados de la realidad a la que se refieren. Ahí permanecen, en la sombra, y a través de los sueños o las premoniciones se comunican con nuestra conciencia en un lenguaje jeroglífico y secreto de dificultosa explicación o entendimiento.
Ordenar bien o mal ese laberinto de emociones, sentimientos, impulsos y racionalizaciones es lo que crea cada personalidad y hace a cada ser humano diferente. De manera que somos producto de unos genes naturales y otros factores que actúan, con similar fortaleza, como genes sociales. No siempre están de acuerdo unos y otros, y su choque es lo que nos provoca generosidad, egoísmo, honestidad, desentendimientos, traumas, sociopatía ... enemistades incluso con nosotros mismos...
Muchos años tardan en grabarse nuestros mecanismos síquicos, y décadas en eliminarse. De ahí la importancia de adquirir buenos hábitos. Y ese es el mejor aprendizaje: sentirnos dignos de cuanto hacemos y merecedores de cuanto recibimos.
Ahora bien: en esa labor de creación de nuestro yo hay un sustrato: el que nos enseñan nuestros padres, vecinos, profesores: ellos son nuestros primeros y verdaderos maestros, y los auténticos responsables, puesto que la educación es un entramado en el que intervienen todos los agentes de la sociedad.
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