Durante mis años adolescentes, comprar un libro era para mí un lujo que podía permitirme solo cuando vendía un puñado de los tebeos que con paciencia y ahorro había ido acumulando. Después descubrí la biblioteca de Teodomiro y la convertí en la catedral de mis lecturas y mis soledades. Me acompañaba La Diablesa, un "paso" semanasantino de Orihuela que se guardaba en una pequeña sala solemnemente escondidilla para que no nos lujuriase el erotismo de sus pechos.
Aquellas tardes y otros días semejantes en otros escondites, con mi pequeño cúmulo de libros, forman la mitología de mi felicidad.
Ahora tengo dos bibliotecas.
Una es la que ha ido creciendo desde aquella primera, y sigue siendo mi refugio el tacto de sus páginas, escogidas anhelosa y amorosamente a lo largo de décadas. Ellas me mantienen en mi tiempo, que es el de todos los que han utilizado la pluma con sabiduría, y continúan siendo mis actuales vecinos, mis coetáneos, mi comunidad, mi humanidad, mi nación, mi identidad. Constituyen ese espacio que llamaré La Vigencia.
La otra biblioteca es una consecuencia de vivir en el mundo y querer estar más o menos al día de las enfermedades y sueños de la pluma. Tiene esta biblioteca deshumanizada dos salas, amplias y llenas de muchas cosas a las que siguen llamando libros. La primera sala se llama FNAC; la otra, Casa del libro. En ellas paso algunas horas en las que hojeo decenas de poemas y párrafos, por si tropiezo con alguna sorpresa que merezca la pena entre los cientos de las novedades nacidas ya anticuadas y a las que debería habérseles practicado un concluyente aborto para que no inspiren el deseo de eutanasia en sus lectores. Generalmente vuelvo a dejarlas pulcramente en su sitio, una vez que me he puesto al día de lo que no debiera haberse publicado. Porque los libros pueden considerarse hoy unos de los artículos más caros de la mercadería, si tenemos en cuenta que de cada mil kilos de papel impreso hay cinco o seis gramos que merecen releerse.
La conclusión es esta: para no perder el tiempo, la biblioteca local; para olvidar sin dolor económico los títulos que todos los suplementos paraliterarios califican de imprescindibles, las grandes superficialidades.
Recordemos: a menudo, estar al día impide estar en nuestro tiempo.
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