Debussy: La catedral sumergida
Solía pasear yo mi melancolía juvenil por las frías callejas de Salamanca. Al doblar las esquinas me asaltaban fantasmas y laberintos síquicos que me iban persiguiendo como una jauría de mastines.
La Casa de la Muerte derramaba sus cirios, la estatua de Fray Luis brindaba por la luz, y hasta el puente romano -donde el toro del doncel Lazarillo mugía como un sauce- no dejaba los duendes muy atrás. Solo tras caminar por la alameda regresaba con algún menor lastre de tragedias y brisas.
Entonces escalaba la frágil escalera hasta la puerta de la Catedral Vieja: y allí me acurrucaba, adormecido por el oleaje: era mágico aquel arrullo de las olas que venteaban su sonido imposible: y era el mar de mi infancia, el del Mediterráneo y Torrevieja, el que se arracimaba de pronto y me daba consuelo con su eco de sirenas y arrecifes del pretérito. Alguna golondrina le ponía a la tarde su imagen de gaviota: y era como si regresase.
Allí brotó mi historia con Oniria, la leyenda infinita, el verbo manantial.
Allí se escucha el mar, solemne, reiterado.
Allí brotó mi historia con Oniria, la leyenda infinita, el verbo manantial.
Allí se escucha el mar, solemne, reiterado.