Un viaje a la pintura
Todos hemos sentido alguna
vez algo sublime que quisiéramos salvar del naufragio del tiempo. El hombre
cavernícola observó una mañana que los objetos de su alrededor desaparecían.
Las flores, los pájaros, los hombres. Contempló un cadáver y no entendió la
muerte. Tras muchos milenios, y tras buscar por todas partes, concluyó que ese
cadáver y los de las cosas que había amado continuaban existiendo en su cabeza.
Y comprendió que si dibujaba lo que pervivía en su mente lo salvaría de la
muerte absoluta. De modo que aprendió a tallar sus sentimientos y a escribir su
voz. Y sintió que algo mágico renacía al robarle a la muerte lo que esta le
había robado. Había nacido el arte, la historia, la filosofía... descubrió que
la escritura es la única munición contra la muerte: la única resurrección posible porque la palabra, cada
vez que alguien la escucha o lee, vuelve a dar vida a aquello que remite o
representa.
Cuando intentamos definir la
sustancia humana olvidamos que el hombre es un animal al que, con eufemismo,
calificamos de “racional”, como si esa apostilla nos lo hiciese entender. Pero
el hombre se pierde en sus racionalismos porque es una identidad forjada con
fragmentos de múltiples identidades, tan sucesivas en el tiempo como
simultáneas en el presente: animal, neandertal, cromagnon, habilis, sapiens...
Nuestros aciertos cotidianos se deben a la sintonía de impulsos prehomínidos y
fragmentos de personalidades humanizadas que conforman nuestro ser actual. Y
las obras “maestras” de la ciencia y el arte son aquellas que compatibilizan
esos reductos o trincheras del hombre impulsivo y el hombre reflexivo, en el
que lo aparentemente absurdo por incomprensible o inaceptable se va integrando
en la lógica, cada vez más abierta a otras probabilidades.
¿Y qué es un artista sino un hombre -o mujer- común que no consigue ser un hombre -o mujer- común, pero que lo encarna en su
obra? Es un ser que vislumbra más cosas de las que ven los otros. Sabe que
existe algo en su mente que aún no existe en la creación y que él puede añadir,
y legar, para ensanchar un poco el proceso de perfección o progresión del
universo. Esa es su solidaridad universal -y su soledad individual-. Si hubiera
de definir en dos palabras al autor ensimismado -al menos, hasta los inicios
del siglo XX- estas serían ansia y ansiedad, que presuponen la búsqueda de un
paraíso individual y colectivo -lo que llamamos locus amoenus- y el desengaño al fracasar en su conquista -lo que
pudiéramos denominar locus horribilis-.
Y en esas dos palabras y esos dos trazos está probablemente el más completo y
exacto retrato que un hombre puede hacer del hombre universal.
Muchas palabras han tratado de acotar la complejidad. del artista. Pero ninguna de las muy científicas averiguaciones y ningún concepto filosófico ha conseguido aprehender su misterio tan acertadamente como lo hace la emulsión sensitiva de un cuadro, una música, un poema. Todo artista auténtico es un ser interrogativo que todo lo cuestiona, vive ensimismado en su introspección y sueña con la perfección del mundo, lo que le empuja a crear, como un humilde dios, sus propios mundos (poemas, cuadros, sinfonías…). Un libro -una
música, un cuadro- es, por lo tanto, la más honrosa herencia que puede
recibirse: el chip en el que se compendia todo el saber acumulado por los
siglos. Y aquel que lo desprecia está despreciando, junto a su pasado más honorable,
la forja de su futuro.
Las cosas mueren alrededor
del hombre. Algunos de esos hombres las escriben, las pintan, las trasiegan en
música, en estatuas. Y mueren esos poetas, músicos, pintores. Pero lo que
levantaron con su espátula, su pluma o su pincel renace en otros hombres y
alimenta sus vidas, las alumbra un poco más. Su biografía es, así, una
existencia escrita, una semilla de la sabiduría, la única vida de la que jamás
nadie se arrepiente.
¿Algún lector encuentra algo
de sí mismo en aquello que lee? Pues esa es la justificación de la escritura, como digo: el acto de solidaridad -si no más inmediato- más trascendente.
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