C. Halffter: Noche pasiva del sentido
La construcción del poema (XIII)
Sustratos: Sobre la Elegía de Miguel Hernández
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1) Orígenes de
un llanto.-
En enero de
1936 fecha Miguel Hernández uno de sus poemas más conocidos:
el que expresa su dolor por la muerte de Ramón Sijé. Hernández
atraviesa en esos tiempos una crisis de melancolía, como muestran las cartas de
esas fechas, a la que se suma la autoinculpación, de la que quiere exonerarse
con el poema como satisfacción al amigo, cuestión natural para quien vive en un
mundo donde el libro y la escritura son la vida y la vida es solamente otro
libro. Algunas expresiones de la “Elegía” están presentes en su
correspondencia: porque, como digo, el poema nace en buena medida de la culpa
necesitada de una penitencia:
Yo estoy muy dolorido de haberme conducido
injustamente con él en estos últimos tiempos. He llorado a lágrima viva y me he
desesperado por no besar su frente antes de que entrara en el
cementerio... Se disputaban los muchachos amigos nuestros el ataúd,
escribe en enero de 1936. Obsérvese en el párrafo (más allá de que sean expresiones cotidianas de esas circunstancias) “besar su frente”, paralelo a “besarte la noble calavera”, y “disputaban”, contiguo a “disputarán tu novia y las abejas” de la “Elegía” (*).
De la imbuición hernadiana de trovadorismo da cuenta la “Elegía”, incluida por
eso, más que por la coyuntura y premura de homenajear al amigo muerto, en
"El rayo que no cesa". La dolorización del placer y la
placenterización del dolor son rasgos elementales y consustanciales al
trovadorismo -y a su vertiente complementaria y paralela, el misticismo- : la
“Elegía”, al liberarse del esquema rígido de la amada inalcanzable y
sustituirlo -más exacto sería el verbo suplantar- por el amigo imponderable (al
ubicar la muerte como el único rival ante el que no avergonzarse al reconocer
los propios celos y la victoria ajena en la pugna amorosa) se concede la
libertad de masculinizar un sentimiento -en esto está muy próxima al “Llanto”
de Lorca- que la tradición había feminizado: de ahí la simbiosis de
virilidad y debilidad, ira y ternura de sus versos. La dulcificación
petrarquista (azumbrada en la “Égloga” y abandonada en “El ahogado del Tajo”)
alcanza igualmente a las otras elegías hernandianas coetáneas, las dedicadas a Garcilaso y Bécquer,
tan alejadas de la vertiente violenta -cultivada en el tremendismo y el
nerudismo- que sacude esta etapa en “Sino sangriento” y sus afines (**),
precursores, una vez difuminada la barroquización, en aras de la
popularización, de la cólera de “Viento del pueblo”. La circunstancia poética
es la misma en la “Elegía” que en el resto de los poemas del libro al que se
integró: el yo hernandiano, el tú causante de la pena de amor, el dolor
consecuente. Igual que se desea recuperar el amor de la amada (en “El rayo...” y
en sus antecedentes áureos y románticos), se empeña en resucitar el amor del
amigo; lo mismo que la pena amorosa provoca un cataclismo existencial, el dolor
amistoso empuja a un seísmo emocional; de igual modo que se espera la
recuperación del amor, se cita el espíritu de la amistad. No creo que Hernández
considerase íntimamente que la “Elegía” pertenecía a otro registro sentimental
y estético: por eso no es solo un añadido final a su libro. Lo que quedaba tras
su lectura era la tragedia de las ausencias (que culminarían en la vibración
más honda de sus poemas últimos). La materia inicial es semejante, y se escribe
en el timbre acorde con los sonetos quevedianos y la furia residencial de Neruda.
En la “Elegía” se repite el esquema temático del amado y la amada unidos
-escandidos- por la ausencia. En el poema hay ahora un triángulo amoroso : el
amigo muerto (la amada inconseguible) resucitable, el enamorado de “avariciosa
voz” resucitante, la “muerte enamorada” y vencedora en el lance amoroso. En el
espacio mental determinista y elegiaco de “El rayo” en el que había
enamoramiento, hay amistad, y donde ausencia, muerte : el inconsciente
hernandiano traduce la presunción abstracta del destino doliente del
trovadorismo -la amada desamadora- como su ejecutación y concreción en
la persona de Sijé -el amigo desamado, pero amador, y vuelto a amar- : el
fatalismo síquico y literario se concreta en una realidad física
literaturizada, la persona amada es perdida y reclamada por la persona amante.
Sijé es disputado por dos enamorados : la muerte, que lo ha raptado al lecho
del infierno, y Hernández, quien, como un encendido y nuevo Orfeo, pretende
rescatarlo. La “Elegía” es, así, la culminación emocional y estética del mundo
poético hernandiano de este tramo de su obra (así como “Sonreídme” inicia el
definitivo instante de liberación eclesiástica), el más maduro texto de “El
rayo que no cesa”, quizá por esa adulteración de la continuidad trovadorista (pero
también porque lo sitúa frente a una ausencia real y no sólo literaria). Lo
cual se evidencia en los sustratos versales de otros autores que impregnaron la
doloriferia literaria en la que se alimentó.
2) Reminiscencias.- Persisten -fundidos, confundidos, refundidos- los segmentos
temáticos del “amor cortés” y de la tradición elegíaca: la pérdida del ser
amado y su dolor gemelo o inherente; el cultivo histérico del llanto como
consecuencia y patentización del sufrimiento; la ira ante la injusticia de la
muerte, conclusión de una vida -la del amado- y causa de la pena de uno de los
amantes, puesto que el otro, al prosopopeyizarse como Muerte raptora e
“intrépida” del beso definitivo, y siendo posesora absoluta, por “enamorada”,
del amado, resulta ser artífice causal de todo el embeleco; el diálogo
soliloquial con el difunto; el desamordazamiento, es decir, la pretensión de su
resurrección; la ternura en la que deviene la cólera inicial ...
Muchos ejemplos hay sobre el amor captor y la muerte robadora y enamorada que
propiciaron algunas expresiones; basten dos muy allegados a Hernández: Góngora: el
mentido robador de Europa; Novalis: he estado a punto
de enamorarme de la fácil muerte (Gabriel Sijé recoge el
verso en uno de sus cuentos); el romance tradicional de “El
enamorado y la muerte”. Sobre el desamordazamiento, el retorno, la
recuperación del difunto y la conversación junto a la tumba, supongo que
“desamordazarte” aparece en el texto, además de como liberación del embozo o
mordaza impuesto a cualquier raptado (en “El silbo vulnerado”, 5, había
escrito: donde me amordazaron tus amores), también como adherencia
de la costumbre de sujetar las mandíbulas del difunto con un lazo embozador
para que la lasitud del cadáver no amueque la boca en un gesto degradante.
También en el poema de Neruda “El desenterrado. Homenaje al conde de
Villamediana”, como en la “Elegía”, se pretende reintegrar al muerto: y
a sus dos agujeros sus ojos retornando, que suena paralelo en el concepto
a “regresarte”. ¿Será casualidad que, en la “Oda a Neruda”, Hernández
escriba resucitando condes, desenterrando amadas? Mucho más
claramente, Gabriela Mistral, en los “Sonetos de la muerte”, había
pretendido el desenterramiento:
Del nicho helado
donde los hombres te pusieron
te bajaré a la
tierra humilde y soleada
y la conversación sobre tantos asuntos aún callados -incluso a través y a costa de la propia muerte y enterramiento:
Sentirás que a tu
lado cavan briosamente ...
Esperaré que me
hayan cubierto totalmente ...
¡y después
hablaremos toda una eternidad!
Y antes, Cadalso había propuesto el desentumbamiento de la amada en su “Noches lúgubres”. Incluso el Hamlet tropezador del entierro de Ofelia y conversador con la calavera del bufón, episodio recreado por Valle-Inclán en “Luces de bohemia”, tiene el sabor del anticipo y de la profecía. Esta plática del amigo con el amigo muerto está definida, asimismo, en el “Romance de la muerte de Durandarte”:
Muerto yace Durandarte
debajo una verde haya,
llorábalo Montesinos
que a
la su muerte se hallara;
la
huesa le estaba haciendo
con
una pequeña daga...
su
rostro al del muerto junta ,
mojábale con sus lágrimas:
Durandarte, Durandarte,
Dios
perdone la tu alma,
que
según queda la mía
presto te dará compaña.
El amigo junto a la tumba, hortelano con sus lágrimas, riega a Sijé desde Garcilaso: Yo hago con mis ojos,/ crecer, lloviendo, el fruto miserable (Égloga I), Aquí veréis mi muerte / regando con mis ojos este llano (Elegía I), O convertido en agua aquí llorando (Soneto XII); y desde Quevedo: Los que ciego me ven de haber llorado/ admiran de que en fuentes dividido/ o en lluvias, ya no corra derramado. En el inconformismo ante la pérdida es donde Hernández se desgaja de la tradición y aporta la originalidad, o la insistencia, de la “resurrección”, aunque Garcilaso también hubiese dicho Ondas, tornadme ya mi dulce hermano, en la "Elegía I". Pero obsérvese la proximidad -casi identificación- de estos versos del soneto “Anhelos”, de Francisco Rodríguez Marín:
Y después para siempre
poseerte;
tierra quisiera ser y
disputarte
celoso a la codicia de
la muerte.
Hernández, hábil cultivador de los clásicos y recolector de sus cosechas,
manipula todos esos sustratos hasta hacerlos semilla propia y sabia. Lo que
importa no es la procedencia de los ingredientes de una ensalada o los
arbotantes de una arquitectura, sino la idoneidad a que se somete su
combinación. Gratuitos o no, ahí quedan esos pocos referentes que insisten en
la oriundez del pensamiento amoroso -elegiaco- hernandiano. Aunque la
"Elegía" no es un accidente en su poética de la desmesura, sino una
corroboración, puesto que el poema nace de un hecho real y propicio para la
hipérbole efusiva.
3) Dicho lo anterior, y confeso
mi respeto por la obra de Hernández, añadiré que la “Elegía” no me parece el
gran poema que tantos encomiastas creen ver confundiendo emoción prepoemática
con ejecución poética, soslayando la facilonería y trampa emocional y lírica.
Toda mitificación es una malversación de la verdad, y sólo eso avala la
intención de cuanto paso a decir, aun a costa de repetir o desdecir algunas
cosas : 1) parte el texto del plañiderismo tópico que predica la necesaria
demostración excesiva del dolor: “quiero ser llorando”. El verso de Quevedo de
llorar solamente quiero hartarme resume, y es paradigmático de ello,
esa hipérbole ante la pérdida del ser querido. 2) A continuación, es Garcilaso
quien dicta el oficio de “hortelano” lacrimoso: yo hago con mis ojos /
crecer lloviendo el fruto. 3) El poeta anuda su llanto a la lluvia
para que la naturaleza cumpla el ciclo consistente en que la muerte sea semilla
de la vida : y así, el amigo “estercola” la tierra y nutre las “amapolas”. El
“dolor sin instrumento” o es un ripio -hiperbólico- sinonímico de desenfreno, o
remite al Góngora de la “Soledad primera”: en similar sufriente trance, el
náufrado gongorino gime y exhibe su segundo de Arión dulce instrumento;
Hernández parece decir que no hay musical sonido que iguale su dolor o lo
acompañe. 4) El dolor que se “agrupa” en el costado, además de al corazón
doliente jesucrístico, recuerda los “montes agrupados” del “Alma ausente”
-elegía en la que también aparecen las caracolas- de García Lorca (en “Eterna
sombra”, Hernández escribirá más que las manos / los montes se
estrechan, con lo que se completa el sintagma lorquiano); y el “aliento”
dolorido, amás de ripioso y halitósico (de nuevo G. Lorca: Por tu amor
me duele el aire, el corazón y el sombrero), cabalga hacia la hipérbole que
sigue, la reformulación del tremendismo. Se entrañan los tercetos siguientes en
el regodeo dolorífero de la España ancestral y profunda de la que tampoco Lorca
se libró, esa que se respira sobre todo en "La casa de Bernarda Alba”. Si
el lector se esfuerza en pensar lo que lee, y no sólo en sentirlo, observará
que lo que parece vigor expresivo es retórica injustificable, y que la
“extensión” grande, los “conjuntos”, los “rastrojos” y los “asuntos” son carne
de cañón verbal para la endecasilabimetría y rimación, lo mismo que, luego, “a
la nada” y “calientes”. Lo de “madrugó la madrugada” no deja de ser un ludismo
al estilo de la “noche nochera” o el “limonero limonado”. Más que dolor, esos
versos demuestran verborrea. 5) Cuando el espíritu estridente de Cadalso y sus
“Noches lúgubres” se difumina, el poema se crece. La “muerte enamorada” de
Novalis -y no crujiente como en el Románico- dulcifica la voz al dictar el
retorno del cadáver hasta el “enamorado”, vocablo inteligible plenamente en el
contexto de que la “Elegía” la escribe la misma mano trovadoresca que el resto
de “El rayo que no cesa”.
Esto
quitado, cierto que es bonito, que dixo Barahona de soto.
.....................................
(*) Miguel Hernández atravesaba una crisis de melancolía que se evidencia
en sus cartas, aunque estas adolezcan de literaturización (o quizá el regodeo y
la hipérbole del sufrimiento que implican tal literaturismo insiste en el
proceso depresivo): “esta vida que vale la pena sufrir” (agosto, 1935), escribe
a Carmen Conde y Antonio Oliver. “Estoy
pasando un tiempo de tristeza para mí. Me angustia seguir haciendo biografías
de toreros sin importancia, y tengo ganas de que me suceda algo muy grave o muy
dichoso... (mi vida) está ocupada por toda la melancolía del otoño, sobre todo
al crepúsculo. No veo casi a nadie, no me interesa casi nada. ¿En qué acabará
todo esto?” (18-X-35), les confiesa, sin duda desengañado, como indica ese
verbo “seguir”, por no haber triunfado en la corte. En ese estado de tedio,
abulia, existencialismo personal, viene la circunstancia de la muerte del amigo
y aparece la culpa : “Yo estoy muy dolorido de haberme conducido injustamente
con él en estos últimos tiempos”, dice a Juan Guerrero Ruiz, a
quien acaba pidiéndole: “Escríbeme, ayúdame, abrázame. Me encuentro cada día
más solo y desconsolado” (enero, 1936).
(**) No sé hasta qué punto se ha estudiado la relación de Hernández con Boscán; léanse,
como ejemplo de la misma, y en su vertiente tremendista, los sonetos de este ¿Qué
estrella fue por donde yo caí... o Aun bien no fui salido de la
cuna...
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