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miércoles, 10 de abril de 2013

La construcción del poema (XII): Identidad de la elegía


Shostakovich: Cuarteto nº 8

La construcción del poema (XII)
Identidad de la elegía

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LA CONSTRUCCIÓN DEL POEMA



Pero antes de asomarnos al planto hernandiano hagamos una consideración:
  ¿Qué sensibiliza al hombre de cualquier tiempo? Su yo más íntimo, no el circunstancial. Las circunstancias cambian; la esencia permanece. ¿Y qué pervive de la esencialidad? Cuantas cosas atañen a su origen: la concupiscencia amorososexual, la fuerza genesíaca, la energía engendradora y, por tanto, el rechazo de cuanto la extingue. Es decir: lo que tiende a la vida y va contra la muerte.
       Por eso cualquier lector se identifica con un limpio poema de amor y se desasosiega frente al que lo aboca hacia la tumba. Amor y muerte son los temas esenciales. El tiempo como constatación, contemplación y transfiguración de la existencia. De ahí que sus circunstancias (ausencia amorosa, juventud vivificante, la belleza como plenitud, la fugacidad de la sustancia humana, el gozo del instante, el acorde místico, la inmortalidad, la resurrección o reencarnación ...) sean las únicas esencias del hombre y de las artes. Y por ello los tempus fugit, carpe diem, ubi sunt, memento moris y otros clichés dictivos son los tópicos -los temas- inevitables de la literatura y cualquier arte.
      ¿No constituyen esos temas y modelos expresivos reiteraciones e insistencias a lo largo de los siglos? Pocos poemas amorosos como los de Garcilaso, Quevedo, Donne, Neruda; y pocos moribularios como “Las coplas” de Manrique, las “Noches lúgubres” de Cadalso, o las “Noches” de Novalis; escasos los sublimes instantes eviternos de Luis de León, Juan de la Cruz, Holderlin, “Gioconda, “Noche transfigurada” de Schoemberg, “Cuarteto nº 13 de Beethoven, el nº 8 de Shostakovich, el “Parsifal” de Wagner ... La vida puede ser un dolor; pero la muerte es siempre un misterio doloroso: por eso la elegía, conceptualizadora de la vida como una premuerte y de la muerte como una insoportable inexistencia, es, tal vez, la encarnación poética que más nos incardina.
    Toda la cultura y la poesía se reparten entre los conceptos agrupados en el ubi sunt?, por un lado, y el carpe diem, por otro; el llanto por el pasado irrecuperable y el ansia de perpetuar el presente: dos hipérboles. Son dos filosofías enfrentadas: una ha hundido al hombre en el dolor y la servidumbre, la pleitesía ante los mensajeros de las divinidades; otra lo ha privado de su metafísica al trivializar la existencia. De la sabia simbiosis de ambas nacerá el gran poema, la vida fecundada, la salvación humana. Cuando el hombre se queda solo consigo mismo solo se acuerda de sí y repudia cuanto le separa de su esencia: anécdotas fugaces, ludismo intrascendente, afluentes de su río: verbosidad, metáforas, piruetas, túneles que oscurecen y no alumbran. Solo quiere el espejo claro y limpio que le muestre como es, sin embelecos, sin joyas, sin senderos: la palabra fecunda, sabia, diáfana. El corazón necesita el cerebro para iluminarse, no para ser suplantado por él.
        La expresión de esos emblemas, paradigmas o símbolos halla su idoneidad en el silencio fecundante de materia verbal o sustancias afines: ¿Qué busca el corazón sino la paz, mientras ama el amor y ansía ser amado por él, y rehuye la muerte renegadora de la vida? Por lo tanto, el texto imprescindible es consecuencia de la serenidad que proporciona el equilibrio de la dicción fecunda, huidora de la asepsia tanto como de la euforia. La palabra serena, el verbo fértil, la voz que dice enigmas sin arcanos.
     Vienen estas palabras a revelar el porqué de la gloria de algunas obras (no todas sin excesos): la fúnebre esmeralda de Van Gogh en sus autorretratos, o sus cuervos ansiosos; el crisantemo roto del Sic transit gloria mundi ...; el amarraje de la vida que supone el “Réquiem” mozartiano; el “Canto a Teresa” de Espronceda; el “Llanto” de Lorca; la “Marcha fúnebre” de Chopin; “El séptimo sello” de Bergman; la “Elegía” de Hernández ... : conmueven al lector, oyente, espectador, tanto por sus riquezas artísticas como porque conmocionan la esencia del hombre que ejerce la lectura, la audición o la contemplación. Un cadáver presente muestra una vida ausente; y a través de esa ausencia se muestra la presencia de nuestra vida propia y nuestra propia muerte: el poema -o cualquier otro texto artístico- comparece ante nosotros como el espejo cierto de nuestra mismidad más absoluta, terrible y emotiva. Nos incita a vivir, a amar, nos conduce a la oda. Y esa es la causa de que cuando amor y muerte se unen en un texto, su autor sea un paradigma de la existencia, pues esta es erotismo y óbito, vorágine de esperma y de ceniza. He ahí por qué Propercio, Catulo, Petrarca, Dante, Goethe, y sus gemelos, renuevan su vigencia: sus páginas nos dicen la razón de la vida, la sinrazón de la muerte. Perviven porque son mucho más que literatura. La vida es un dolor, porque se acaba; la muerte es un misterio que nos mira; solo el amor redime la existencia. La pérdida, la búsqueda, la resurrección a través de la palabra. La vida que se renueva en el amor y es hostigada por la muerte. No hay más esencias en el ser humano: y quien no distingue que sus matices son solo circunstancias prevarica tanto al hombre como al arte. ¿A quién le importa la literhartura sino a aquellos que tienen vocación de analfabetos de la vida?

Miremos ahora el llanto por Sijé: