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lunes, 6 de enero de 2025

LA POESÍA EN ALICANTE (1950-1959)

 

LA POESÍA 

en ALICANTE (1950-1959)

ANTONIO GRACIA

I

1.—«Un soneto me manda hacer Violante» (Lope de Vega)

Durante esta década algunos de los poetas que ya veinte años antes se habían destacado que, por la fecha de su nacimiento, estarían en plena madurez creadora, han desaparecido de la vida alicantina: Miguel Hernández ha muerto en 1942; Juan Gil-Albert—ya regresado de su exilio mejicano en 1947—permanece en Valencia esperando el instante de su «descubrimiento»; Pascual PíaBeltrán consigue por fin autoexiliarse en Venezuela, 1955; Carlos Fenoll vive en Barcelona preso del silencio; Joans Valls Jordá no escribe un solo libro en castellano entre 1949 y 1967.

No obstante, son estos unos años todavía llenos de vida «literaria». El periódico alude a ella profusa­ mente: recitales, tertulias, alforjas, juegos florales, mensajes, conferencias, verbos, bernias, sigüenzas, silbos, ifachs... Por Alicante pasan y se mueven Conrado Blanco, García Nieto, Andúgar, Sansano, Stella Corbalán, Gerardo Diego, Leopoldo de Luis, Joaquín Calvo Sotelo, Miguel Fernández, Ramón de Garciasol, M.de Gracia Ifach, Cela, Vicente Aleixandre, Pemán, Adriano del Valle, Albi, Eugenio Montes, Federico Sopeña, Dámaso Santos, Federico Muelas, Muñoz Alonso, Blas de Otero... además de los autóctonos. Las «fiestas de la poesía» se multiplican: incluso hay unos juegos florales en marzo del 54, en Alcoy, organizados por la Asociación de Hijas de María de la Medalla Milagrosa. Hay un trasiego nervioso, una inquieta migración, un sospechoso movimiento nacional: tal vez sea que huidos los cerebros al exilio se potencia la feria de los cráneos para mostrar que aún quedan cabezas.

Lo cierto es que hay demasiados espectadores aplaudiendo a la «poesía». Muchos son los obedientes a Violante y muchos también los que la violan. Porque, salvo excepciones, toda esta exaltación yjúbilo poético no era más que la convergencia de la comedia de las equivocaciones la feria de las vanidades.

Frente a esta apariencia y fuegos de artificio es preciso anotar este retrato de España que Pía Beltrán escribiera poco antes:

Ciudad sin nadie

Desordenadas, turbulentas furias,
retamas, polvo sombras confundiendo, 
cuerpos de piedra, muros de ceniza, 
cadáveres de encinas, cauces secos
la fingida lima. Sólo sombras,
secas raíces calcinando huesos.
No sometida estatua, 
secas raíces calcinando huesos.
No sometida estatua, patria hermosa.
Aquí habitaba el hombre. Esto fue un pueblo.1

La desolación el tono elegiaco del poema reflejan una realidad claramente distinta de lo que pudiera pensarse ante lo anteriormente expuesto.

2.—«Con pocos libros libres digo de expurgaciones». (Góngora).

Escribir en España todavía era llorar o disfrazar el llanto de un júbilo no sentido o consentido. El escritor se hallaba inmerso en el aislamiento que en general se padecía. Las ventanas de España se habían cerrado ante el mefítico, triste y glorioso olor de los cadáveres sólo se podía rezar, amar castamente o protestar sotto voce. Nada de nuevas ideas o respiraderos. Cuando alguien pretendía entreabrir la ventana se le amputaba la pluma, como le ocurrió a ínsula. El mismo Francisco Franco, en su mensaje de fin de año —19552, advirtió sobre los peligros de la contaminación: «Tengo que preveniros de un peligro: con la facilidad de los medios de comunicación —el poder de las ondas, el cine la televisión —se han dilatado las ventanas de nuestra fortaleza. El libertinaje de las ondas de la letra impresa vuela por los espacios los aires de fuera penetran por nuestras ventanas viciando la pureza de nuestro ambiente».

Así que patria, fe, amor. Esta va a ser, en efecto, la tríada semántica de los poetas: unos dejándose dictar por el poder; otros intentando liberarse de él. Garcilasismo espadañismo guadanizándose lentamente mu­ riendo el uno y sobreviviendo, transformándose, el otro.

3.—«Un Monarca, un Imperio una Espada» (Hernando de Acuña).

Es difícil clasificar —tampoco lo considero necesario— a los poetas de estos años siguiendo pautas de tipo generacional. Como en un gran cajón de sastre, se reúnen alrededor de una mesa tertuliera o de una revista recienhecha los jóvenes con los mayores, los inéditos con los prestigiosos, los de ideas azules y los de pensamientos blancos. Es un tiempo caótico. De la poesía se ha recogido su aspecto comunicativo congre- gador, su dimensión conciliatoria y popular. Pero la confusión es inevitable. Las alambradas mentales im­ puestas por las ideologías del poder hacían difícil la clarividencia, el equilibrio, la independencia de la perso­ nalidad o de las empresas poéticas. El devenir del Mensaje literario me parece un buen ejemplo de cómo el sistema devora al individuo.

La intención inicial del Mensaje era popular; pero, hijos sus promotores de su tiempo, lo vocearon en un marco burgués y, así, estas palabras se fundían con sus significados inciertos confundían la intenciona­ lidad y el destinatario —y, probablemente, los propios «mensajeros». —La historia de esta revista oral abarca desde febrero del 51 junio del 52. Vicente Ramos afirma, con explícita alusión a las Alforjas para la poesía, que «en vez de aguardar al público, iríamos su encuentro, y no en teatro, sino entre mesas de café»3El lugar escogido fue el Bar Club. Pero el 19 de octubre Cela disertó sobre novela debió considerarse que un local más preclaro sería también más conveniente para los consagrados «conferenciantes» de paso. De modo que el 26 de enero Buero Ballejo se sentó más confortablemente en el Victoria Hotel para hablar sobre teatro. Y cuando marzo trajo la Fiesta de la Poesía los mensajeros, los «hermanos murcianos» las autoridades —que habían propiciado el acto— se posadearon más burguésmente en el Salón Imperio del Casino. No hay duda de que el Mensaje sonó más y más alto; pero las orejas no eran las del principio y algunas otras cosas también habían cambiado: de la «tertulia» se pasó a la «conferencia» y de ésta al «acto académico»; del Bar al Hotel y al Casino; del «diálogo» al «monólogo»; del coprotagonista al espectador; de la posibilidad de participación a la negación de la misma; de lo sencillo e íntimamente preparado a lo siste­ máticamente establecido; como digo, de la boca la oreja: se había sustituido la cultura por la fiesta cultural. Ramos insiste en el carácter no elitista del Mensaje literario: la intención era llegar a donde «las gentes pa­ recen estar más lejos del arte»4Pero, poco a poco, sorbidos por el «éxito», por el afán de categorizar la poesía y por las «autoridades» que podían ofrecer esa potenciación, fueron dándole la vuelta la frase: se llega a donde el arte está más lejos de las gentes, a donde el hombre de la calle no tenía acceso.

No se trata de rechazar lo que supuso esta revista, sino de ilustrar —cada uno es hijo de su tiempo pero también de sus obras— la sutileza de la trampa: un soñador que sueña en medio de un prado acaba —por amor al sueño— soñando el sueño impuesto suavemente por otro entre los barrotes de un castillo. En «la pequeña e íntima planta— entresuelo del Bar Club» que cobijó «aquella quijotesca salida y ofrenda de nues­ tras preocupaciones literarias al pueblo»no cabía el uniforme impoluto ni el pentagrama retórico del Casino en la noche del 21 de marzo de 1952: «... a toque de campanilla, como pregón de aurora o como señal de primavera... hace un elogio de los poetas murcianos en su abrazo simbólico con los alicantinos. Recuerda las palabras de José Antonio referentes la poesía que promete no a la poesía que destruye... terminó diciendo que San Juan de la Cruz sea para los poetas como un Espíritu Santo en símbolo, la fuerza de su vida...»6.

4.—«No me mueve, mi Dios, para quererte...» (Anónimo del XVI).

Aunque Ernesto Contreras puede signarse como ejemplo del poeta que se desencadena de la ideología del régimen, resulta particularmente pesaroso leer su artículo Religión y poesía7, reflejo de la absoluta ob­ nubilación que Iglesia Estado ponían en la formación de la juventud. Una sociedad feudalizada crea tam­ bién un dios feudal —de tanta tradición social literaria—En todo caso, parece lógico que en un mundo desencuadernado por la guerra el hombre vuelva —todavía más— los ojos buscando la ayuda de un ser del que, ancestralmente, se dice que todo lo puede, incluso extirpar la angustia de vivir. Franco —el Estado— paradójicamente y para el pueblo —coartada tantas veces utilizada para mover la Historia hacia donde se quiere— tenía un mérito casi divino: había terminado una guerra, una muerte, una amenaza. Dio al pueblo lo que es del pueblo: comida paz. Los aderezadores y promotores de imagen de aquel momento vistieron al prepotente General con altos atributos: era el salvador, el redentor, un cid, un cruzado, un encuadernador del despaginado libro de aquel mundo. Y tuvieron un caudillo así en la tierra como en el cielo. Las palabras de Contreras ponen de manifiesto ese mundo en el que patria y fe se matrimoniaban y coitaban provocando un parto horrendo: la defenestración del individuo, la manipulación de los cerebros adolescentes —adultos—autómatas solemnes de consignas: «La Religión Católica es poesía pura... tiene los poetas más grandes de la humanidad. Poetas que no se encuentran en ninguna antología porque en las antologías sólo se registran a los que escriben... ¿Hay algo más hermoso, más sublime, que un hombre de rodillas confesando sus culpas?». Cierto que los místicos sintieron lo inefable; pero no desistieron de escribirlo. Cierto que, por esa inefabilidad, Bécquer escribió sobre una energía poética cósmica incombustible, latente escribióle. La poesía se hace con palabras la servidumbre con las caídas de hinojos, por muy bellos que sean las rodillas o el escabel.

No es extraño que los poetas más definidamente «religiosos» conciban un Dios más deseado —por te­ mido— que amado. Que Dios sea una entelequia feudal —heredada desde el mismo instante en el que Adán sufrió el exilio de Edén— no se cuestiona el sometimiento es absoluto, a veces con matices sadomasoquistas «Mi alegría filial de siervo tuyo», confiesa Santiago Moreno8En general hay un rasgo que se repite como cizaña: el fervorismo religioso, patriótico, hogareño: el temurismo confesional: el afán redentorista. Ahora bien: lo que es evidente es que cada hombre crea un Dios a imagen de sus temores necesidades. El mismo Contreras, desembarazado años después de su dogmatismo fascista, rehúye tanto sotanismo clerecía es­ cribe: «Buen Dios, qué bien te sienta tu chaqueta de hombre»9Y qué diferencia, por ejemplo, entre este Dios tan humanizado que se sienta en la taberna con Contreras, y el de Ramos o Azuar, el uno entelequia terrible, contemplativa bonhomía el otro. O el de la ardiente duda de Gorgé. O el del innombrable amor de Trina Mercader.

5.—«La dulce boca que a gustar convida» (Góngora).

Es, si no sorprendente, curioso el giro que experimenta el tema del amor. Rara vez lo largo de la historia literaria los poetas han cantado a sus esposas. Por el contrario: sus poemas nacían del sentimiento del amor perdido, muerto o deseado, elegiaco casi siempre, dionisíaco en ocasiones: romántico y bohemio. El amor sin nombres o con nombres que ocultaban el nombre de la amada porque ésta era compañera de vida amo­ rosa, no de vida social. Era una amada en la distancia, perdida o encontrada fugazmente en el éxtasis de un lecho, un pensamiento o de un poema. Pero la esposa significa lo poseído, no —«se canta— lo que se pierde». La aparición de la esposa como amada oficial en el poema —también en alguna tertulia— descalifican todas las Lisis, Freires, Filis, Lauras, Gelves, Elisas, Guicciardis, Wodzinskas, Wessemdorg, Hebutemes, Duvals, Armijos, Manchas, Nevares... relegándolas a la consideración de una clandestinidad concupiscente. De esta manera, los poemas del eterno amante son ahora los poemas del cónyuge. Tal vez esta ortodoxia del amor se deba al profesado catolicismo de estos poetas o al ejemplo de Unamuno —el mismo Lope trata lo hogareño, pero dentro de su heterodoxia amorosa—o a la proximidad del realismo social, o a algún título, no al ejem­ plo, de Miguel Hernández —en todo caso, la «esposa» hemandiana es siempre un ser en la distancia—Pero también es muy probable que todo esto sea una fruta del tiempo y sea la tercera persona de la trinidad del verbo en el que conjugaba el régimen de la vida: las ya mencionadas patria, fe, amor.

Comoquiera, esta presencia de la mujer-esposa en la tertulia o en el poema, lejos de significar aceptación social o intelectual de la mujer, es, a mi juicio, sobre todo una muestra más de la sacralizacióny feudalización de las instituciones un reflejo del repudio y condena del concepto de artista como ser marginal, libertino y libre de ataduras convencionales: la amada no puede ser otra que la esposa, la cónyuge —cónyuge=compa­ ñero de yugo—porque el poeta no puede ser más que el hombre que vive entre cánones: se ha guillotinado la fusión entre vida poesía: la escritura ya no es la existencia: ser poeta es un «oficio», no una sustancia.

Es comprensible, con todo esto, la consideración de lo pecaminoso de la carne, enturbiadora del espíritu o del hogar; expresiones como «tus piernas, mármoles de pecado»10 o «tú el peligro de vivir me ofreces»11de Ramos Azuar respectivamente, lo confirman. Igualmente existe un rechazo de la contigüidad del amor del sexo, del erotismo, de lo que de sensual hay en la mujer: «renaciste ángel al desnudarte de hembra»12escribe Ramos. Y si se hallan expresiones de signo erótico —«un niágara de besos por tu vientre se desbor­ da»13— el signo se persigna desvanece su lubricidad amparado en la calidad del objeto motivador de la expresión: es un poema la madre —«por las madres que mueren con el sexo iluminado»14O bien se utilizan para, moralizantemente, condenar: «Cuando aún hay bellas emees de oro sobre pechos femeninos sedientos de sexo en los inmundos bailes de sociedad»15.

Claro está que no siempre es así: Gorgé, Sahagún, por ejemplo. Pero una vez más es Contreras quien encuentra equilibrio en este asunto, como más adelante se verá.

6.«Más de esperanza que de hierro armada». (Cervantes).

En este orbe de espada y crucifijo se mueven los poetas. Unos parecen refugiarse en lo espiritual o en «lo religioso» —Santiago Moreno, Vicente Ramos—otros se escudan en un lirismo contemplativo —Azuar— o se embarcan en la búsqueda de la infancia y del amor —Gorgé, Sahagún—y otros se enfrentan o afrontan la realidad circunstante —Molina, Contreras—Todos se buscan a sí mismos a través de lo social, la religión, el recuerdo, el ensimismamiento. Ninguno esquiva los diversos temas alguno camina a tientas todavía por ellos —Mojica—Casi todos se visten de soneto hacen que esta estrofa encorsete buena parte de la totalidad de los poemas. Es la era del soneto. La era del sonetazo16Muchos sonetos —hemandianos—la mayoría sólo son puñados de catorce versos. Aunque hay quienes saben esculpirlos quien los considera un auténtico útero —«En sonetos me cumplo.17— o se lanza lopedevegamente enaltecerlo recetarlo: «Soneto es una copa cincelada para beber la música escondida...»18.

Una cosa es cierta: no puede negarse el esfuerzo por conseguir una forma de cultura enraizaría en la tradición. Puede discutirse la obra de muchos; pero no ocultar o negar el respeto que la intención y dicho esfuerzo merecen. Como afirma Molina, «Con mi gran amigo, el poeta Vicente Ramos, he creado varias re­ vistas poéticas y heroicas»19La revista literaria fue el lugar en el que se citaban y contactaban los autores alicantinos con los de otras provincias. Sigüenza dio ocasión para que Gorgé polemizara a nivel nacional sobre las propias revistas literarias. Bernia extendió lo poético a lo más ampliamente artístico. Las colec­ ciones Ifach y Silbo incrementaron la nómina de poetas, rescataron poemas de Miguel Hernández y acer­ caron a Celaya —Seis poemas inéditos y nueve más, 1951; Deriva, 1950Igualmente Verbo, ya más valenciana que de otra geografía, insiste en el Celaya revulsivo —La poesía es un arma..., Cantos iberos, 1955—y da clases de surrealismo -n.° 23-24-25, 1952.

En la raíz de nuestros poetas de esta década se injertan estas empresas «heroicas», los atavismos y pre­ sentes nacionales arriba mencionados, la admiración —en ocasiones mimetismo— por Hernández Otero, Nora, Hierro, Celaya, Aleixandre, Machado... Una veintena de libros componiendo un panorama poético que será para algunos, si no satisfactorio, al menos consolador.

II

7.—«Miré los muros de la patria mía». (Quevedo).

Manuel Molina —Orihuela, 1917— es decididamente el poeta alicantino que mejor representa y asume la poesía «social». Ya con su primer libro de estos años —Molina rechaza su producción anterior: «una defi­ ciente preparación y una falta de sinceridad la inutilizan por completo»20Hombres a la deriva, de 1950, entra de lleno en materia desde el primer poema, Mensaje al ciudadano, al que fustiga llama para que des­ pierte salga de su letargo y conformismo, de esa Miseria Compañía en la que «todos caemos más o menos despacio» (p. 28). El libro está dedicado a Miguel Hernández e incluye una «carta abierta» al mismo. Se divide en dos partes que suman una treintena de poemas. En la «Noticia de mi vida» dice: «Crecí entre barras, picos y azadones. Lapólvoráy el sudor de los hombres anónimos acompañaron mi adolescencia. Mijuventud la guerra civil de España coincidieron violentamente... Este es mi primer libro. Un libro elemental y rudo, como yo quisiera ser. Legítimo y rebelde como los seres primitivos. Mi obra presente futura está consagrada al hombre como base fundamental de la existencia. Al pueblo como único manantial de la poesía». De estas palabras parece desprenderse: 1) Molina, por sus propias vivencias, se siente pueblo con él se identifica; 2) su poesía es una consecuencia de esa identificación. Al sentirse hombre, pueblo a la deriva, escribirá para orientar o criticar aquello que desoriente al hombre-pueblo.

Lo primero que urge es despertar las conciencias dormidas por el hecho mismo de que existir es anegarse del olvido de los pasados sueños de justicia:

El amigo de ayer, el hombre bueno, 
aquel con quien jugábamos de tarde 
al terminar el último rastrojo,
ya no está con nosotros; una tarde
se fue para olvidarse que existía, (p. 34).

Con palabras de M.de Gracia Ifach: «Lo que pretende es liberar al hombre de sus cadenas, apartarle de una vida mecanizada que condena su voluntad a la nada y su espíritu a la atrofia»21Pero el poeta va también por el mundo como un «piloto al azar» que debe iluminar su propio ser. Por ello, habiendo comen­ zado con poemas al «vosotros», se deviene en textos en los que el yo del autor es el objeto del poema. El libro es, por tanto, una introspección del hombre Molina que sufre como cualquier hombre con todos los hom­ bres: «camino yo en la sombra de saberme perdido» (p. 84).


De este modo, yendo del pueblo, del que se siente parte, al yo, por el que comprende al pueblo, Camino adelante22 es un bucear en la propia personalidad. Desde su breve introducción, Respirando por la herida, declara la inteción de hablar de sí mismo, aunque objetando ciertas reservas: «Mis nervios se niegan fran­ quear la entrada a mi intimidad, donde, necesariamente, reside el secreto de mi auténtico ser... Entre ayer y mañana oscila esa luz misteriosa que me ilumina algunas veces... Son el recuerdo y el presentimiento quienes desorientan esta vaga realidad de mi presente. Apresar uno de esos instantes constituye la obsesión poética que me domina». Estas reservas ante la franquicia de la intimidad se las reprocha Ramón de Garciasol desde Insula23 en una reflexión superficial que no advierte la dimensión de las mismas: líneas más adelante, Molina considera que la poesía aniquila al poeta, pensamiento que se hace poema en el dedicado «A Carlos Fenoll, víctima de la poesía» (p. 12).

No obstante, Molina inicia un breve viaje a su interior sirviéndose de recuerdos de lugares, amigos, poe­ tas, pintores, la esposa, o tomándose sí mismo como referencia. Con ecos machadianos escribe:

Escribo verso a verso el ansia que me hiere,
sólo atiendo al ritmo de la palabra sola;

 desnudo está mi árbol de símbolos retóricos
olvido pronto el eco de las voces ajenas (p. 20).

El «ansia que hiere» es la del esclarecimiento de la verdad, la justicia, aquello que empuja al poeta «a pensar a escribir y a dar mi fruto»:

La verdad se retira avergonzada
de 
tanta farsa cruel, de tanta sima
como separa el grano del rastrojo (p. 14).

«Acaso la primera virtud de la poesía de Manuel Molina es su verdad humana», escribe una mano anó­ nima a propósito de Camino adelante en Poesía española24El mundo es una farsa en la que vive el poeta y que el poeta pretende desenmascarar en una actitud de rebeldía. El soneto dedicado Adolfo Lizón es es- clarecedor a este respecto:

Siervo y señor, esclavo en rebeldía 
de este tiempo fugaz que me devora, 
siento pasar la llama abrasadora 
con la radiante sed de mi agonía.
Siervo y señor del agua la sequía 
en plenitud de rabia destructora, 
siento latir la sombra bienhechora 
de la esperanza fiel de cada día.
Sujeto a este proceso cotidiano
que me esclaviza al son de la rutina, v
eo desfilar la noria de mis sueños.
Y esclavo del impulso de mi mano,
dejo caer la gota que ilumina
la libre majestad de mis empeños (p. 21).

Farsa, rutina y ansia, esclavo majestad: cinco nombres para acotar el mundo de Molina. El mundo y la existencia se constituyen en una farsa a la que se ha llegado por la rutina del conformismo —esa rutina que alcanza a los más débiles, como ese obrero, «hombre vulgar que amarga el paladar con pan y riño y se deja llevar por la corriente» (p. 23)por la ausencia de autocrítica y de crítica, por la aceptación de lo impuesto al ciudadano, al hombre libre, al hombre a secas. Tántalo inútil o desencadenado, Molina siente el ansia, llama furor, de reordenar el caos, de liberarse sí mismo de esa servidumbre en la que agoniza, de dejar de ser siervo de la costumbre de la ineptitud y la atonía ser ese otro servidor de la propia conciencia, esa esclavitud aceptada que es la condición, heroica pero trágica porque lo rictimiza, del poeta, vate y desba­ ratador de los avatares de su tiempo, y, en un acto de majestad, en un golpe de escritura, transformar el uni­ verso del hombre: eso es el poema: una conspiración de las conciencias. —Por eso dice a Blas de Otero que «hay que cuidar tu voz como se cuida el único regalo que dejaron los que todo en la vida lo han perdido» (P- 24).

Siendo, pues, el mundo una farsa, no extraña que al final del libro haya un guiñol —«aúpa tu ventricula denuncia aplica tu sentencia de batuta» (p. 26)— y que el siguiente esté integrado casi enteramente por guiñoles: sátiras, invectivas contra aquellos que mantienen actitudes que desdicen la condición humana. Porque es imposible evitar la amargura del que sabe que ninguna transfiguración es posible:

Siempre será lo mismo, siempre ha sido 
igual este segundo que este ahora (p. 29).

Versos en la calle25, editado en 1955 en los Cuadernos Silbo, «a los que dio vida en la última de sus aventuras poéticas» (p. 2), lleva un prólogo de Carlos Fenoll —«la ya casi desaparecida familia literaria y poética de Orihuela, de la que Ramón Sijé fue el cabeza, Miguel Hernández el primogénito Manuel Molina el benjamín» (p. 5)— en el que confirma a Molina como superviviente continuador del grupo de Orihuela. El poemario está formado por una «Oración» y una «Sinfonía incompleta» compuesta por siete guiñoles —se enlaza así con el libro anterior—de los falsos, de los leprosos, de la envidia, del vagabundo, del hombre sombrío, del peón caminero, de urgencia, de la esperanza. Se completa con una nota aclaratoria, «Telón», en la que se avisa al lector que «Hasta aquí los muñecos han representado las lacras humanas, los pecados capitales del hombre» (p. 27) y se anuncia una segunda parte en la que las virtudes serán las protagonistas de un mundo mejor.

Versos en la calle introduce en la poesía satírica a su autor contiene alguno de los poemas más perdu­ rables. Destaca, por su causticidad, contundencia eficacia, «Oda a los falsos». Es preciso señalar que la poesía social —mejor sería llamarla civil— de Molina es esencialmente una poesía crítica del comporta­ miento, en tanto ético, del hombre. De ahí que la «Oda a los falsos» sea un punto culminante por cuando que la mentira, la hipocresía, la falsedad constituyen el paradigma de la ausencia de eticidad en el compor­ tamiento. Quien miente niega una parte de lo creado. El falso es un impostor. Y la suplantación es la negación de la autenticidad, de la verdad. El falso es el creador de la farsa social26.

Molina no es un utópico. Si en la «Oración» inicial escribe «rezo mi corazón sólo siento su fiel recado junto a mi cabeza» (p. 9) y acepta ese «recado» como la misión que le ha sido encomendada para consigo y para con los demás, es porque no puede evitarse la lucha ni la esperanza de vencer en ella: «escribo esta canción para que sepas que la inocencia puede repetirse» (p. 25); pero el poeta es, con amargura, consciente de lo desaforado de la empresa:

Todavía se escucha entre la fronda el milagro 
de un loco que suspira 
por un mundo mejor donde la flauta 
sonara a corazón de vez en cuando

Aún hay quien escribe
un verso como este, sin sentido,
para decirlo luego a las estrellas (p. 26).

Si de algo se resiente, en última instancia, la poesía social de Manuel Molina es de la llamada a Dios como panacea: al sostener e invocar al Dios como esperanza de justicia está restando culpabilidad al factor humano también posibilidad de restauración por parte del hombre. Al apuntar la solución divina distorsiona la esencia de la poesía social: denunciar, no erigirse en solución.

Nacido en Tetuán en 1930, pero afincado en Alicante desde sus primeros años, Ernesto Contreras se suma a la poesía que venía representando Molina cuando en 1957 éste le edita en su colección Silbo el poe- / mario Suburbios del hombre, que sorprende en primer lugar por el gran salto ideológico que supone en su autor por el ejercicio de superación que significa desde aquellos primerizos poemas y artículos —puro con­ vento y beatería, caudillismo e iglesia— ya comentados más arriba.

Ramón de Garciasol dice de Suburbios que es «un libro hecho con dominio formal, verbal y temático, unido a un cierto escepticismo de frase, no de raíz... La poesía de Contreras está incursa en ese neohuma- nismo de la poesía que da tanta calidad a la lírica española de hoy... Contreras ha preferido ponerse junto al hombre en peligro en vez de evadirse expresándose al margen»2'. Y, en efecto, es una poesía en la que inciden el malestar del poeta ante un mundo en desacuerdo, unos años tocados de miseria y hambre, conatos de sublevación ante la injusta sociedad que se le ha impuesto compartir. Es una poesía en la que confluyen exis- tencialismo y realismo social, resultando denunciatoria por confesional. Contreras se toma a sí mismo, mucho más explícitamente que Molina, como prototipo del hombre que sufre en una sociedad injusta y convierte su sufrimiento en crítica de esa sociedad. No siente los escrúpulos de Molina:

Hombre de pan y vino soy, caído 
sobre esta geografía que no entiendo
y grito y lloro, me emborracho canto 
desesperada y claramente, en tanto
no se me aclare bien por qué se grita (p. 10-11).

Por eso el poeta rosàceo, aquel que permanece en eljardín mientras las calles están rotas, es un «Hombre al margen» —«el poeta ha cerrado la ventana» (p. 35)— prescindible como los otros poetas «metafísicos»:

Para llorar no busco las esquinas
ni pago anuncios caros cuando río (p. 10).

Porque hay que ser sencillo cuando se habla para el pueblo escribir con la sencillez que el pueblo en­ tiende, comparte con Molina, y con tantos poetas de este tiempo, el deseo de expresarse llanamente el la­ mento ante la insuficiencia del lenguaje o del mensaje:

Tiene un oficio: hablar sin armonías ni ritmos, ni bellezas (p. 9).

... lucha, rabia, impotencia, hacer versos, ser hombre,
seguir haciendo versos... (p. 55).

Que Contreras sea un hombre en la calle su vida «como todas las vidas» (p. 15), le permite, en nombre de Celaya —«que has olvidado torres adrede», escribe a éste (p. 55)— y de lo que representa, una expresión más coloquial que a veces no desdeña, o no sabe evitar, algunos prosaísmos en exceso vulgares incluso para la estética que asume. Pero esta aproximación a lo popular le permite también la perspectiva más desacrali- zadora de algunos de los totenytabús de aquella sociedad. Qué distancia entre el Dios juvenil y el del poema «Converso con la divinidad» (p. 18). Y qué diferencia en el tratamiento de la esposa, introducida en el verso con ripiosa premeditación por tantos y con tanta naturalidad por él:

Sólo porque mi esposa cantaba al levantarme 
me dijo «cariño, vuelve pronto» (p. 19).

Los 25 poemas que, divididos en tres partes, forman el libro, son la expresión de un hombre que ama pasionalmente «esto hermoso y terrible que es la vida» (p. 57) pero que no se deja cegar ante las injusticias. Lucha por «encender su luz sobre la vida» (p. 9) y, aunque es «un hombre como tantos que está partido a trozos», mantiene una actitud positivista frente a ese mundo hostil al que ha sido lanzado:

Me invento los motivos, pero cumplo mi empeño 
de amar todas horas la vida que nos llega
de todos los suburbios y por todas las calles (p. 59).

8.—«Que tanto un hombre muerto en cruz se eleve» (Hojeda).

Vicente Ramos —Guardamar del Segura, 1919— publica cuatro libros que formulan todo un mundo introspectivo desde la más pura tradición judeocristiana, una crispada angustia, aunque al principio parezca lo contrario, una atormentada reflexión sobre la vida la muerte siempre bajo la égida de un Dios tonante al que se teme más que se ama al que se pretende amar para burlar su castigo.

De 1950 es Cántico de la cración y del amor, extenso poema metafisico-religioso, formado esencial­ mente por tres cantos, expresión jubilosa de la creación como acto de amor: el universo-tierra, el hombre —«trágica flor de tu gracia» (p. 54)—y el Cristo —«en Belén surgió un cántico eterno» (p. 58). Los poemas, unitariamente concebidos, surgen como un borbotón de voz que quiere poner nombres al caos primigenio: un génesis dilatado en palabras que fluyen sin detenerse en rimas ni embelecos rítmicos, aunque pautando la unidad de la idea y del sentimiento. Hay cierta retórica y fantasía teodiceica. Una excesiva acumulación de nombres mayúsculos brotan continuamente de este discurso del ordenamiento del caos, como diosecillos con nombres propios que Dios adiestra, doméstica, elabora, enhebra en su isoscélico universo: Noche, Luz, Palabra, Nada, Ansiedad, Voz, Esencia, Armonía, Espacio, Lámpara de Amor, Espíritu, Aurora, Origen, Vida, Muerte, Soledad, Génesis, Sabiduría, Odio, Orden, Amor... Santiago Moreno dice en el prólogo del libro que éste «nace de la sincera fuente, del más sincero de los manantiales: la fe» (p. 10). Y el propio Ramos, en una «Nota del autor», advierte que «viene a satisfacer una necesidad espiritual: responde a mi ferviente deseo de expresar poéticamente un vivo anhelo religioso, fundamento de mi concepción del hombre, esencial­ mente vinculado al ser trascendente». Ahora bien: esta concepción del hombre está muy lejos de ser un «cán­ tico», como debiera esperarse del título. Para Ramos el hombre es el pecador que entra en esta vida después de haber sido desterrado del paraíso terrenal:

Escogiste este vaso para tu morada
y en su 
debilidad camal y pecadora
alzaste la torre inmensa de tu estatura (p54).

Entre el hombre Dios hay un abismo, la vida, verdadero purgatorio. Por ello, a pesar de tanta salmodia bíblica, tal vez la palabra más repetida sea muerte. Porque el libro está escrito —insisto una vez más— reco­ giendo el temor a la muerte más que el amor a la vida. Y de esta muerte, obsesiva, el poeta sólo conseguirá salvarse jugando, o creyendo, a las paradojas místicas: «Oh muerte mía, prolonga, alarga este mi morir (p. 28). La muerte que da vida, que redime salta a la otra dimensión de la temporalidad. ¿Fe?:

Esa fe es nuestro baluarte
desde él a la Muerte contemplamos 
como paisaje luminoso lejano (p. 80).

Quizá por esto se continúa el libro con «Cinco Poemas de Semana Santa», meditaciones sobre la maldad del hombre y la redención del Cristo. Aunque finaliza con un poema, «Fin y principio», más pausado, en el que Dios hombre parecen más amigos:

Soy hombre y me basta saber
que de 
tu Bosque de luz vengo;
de 
un universo que para mí encendiste
en el mismo fluir caliente de tu sangre (p. 98).

Este poema encuentra su verdadera ubicación en Honda llamada, de 1952, en donde se repite como primero del «Tríptico de la madre», auténtico fin y principio de la escatología de Ramos. Honda llamada desciende del Génesis a la tierra ya creada y miserabilizada por la guerra, entre otros elementos. El cántico —si lo había— se ha transformado en lamento elegiaco: «¡Qué triste cementerio es nuestro cuerpo» (p. 38). El Génesis buscado entrevisto en Cántico se ha feminizado —virginalmente— en la génesis: Ramos busca un nombre para el origen y lo encuentra por fin en la dadora de vida: la mujer madre. El Padre eterno ha cedido su alto sitial la madre, también sublimada en el recuerdo, la ausencia la muerte. La madre, que no repudia al Padre sino que vive bajo su palio católico, pero madre concreta al fin. Madre muerta primero divi­ nizada restauradora del paraíso sin pecado:

Suenan las mañanas
de un paraíso sin lógica serpiente:
vuelve a ti la gloria del primer día (p. 22).

y luego convertida en sustancia de la voz de Ramos —Destino de tu ausencia—Aunque el proceso concep­ tual es confuso porque la muerte es asimismo la madre que devuelve la vida, si bien en otro plano del cono­ cimiento, lo que importa es que el poeta pasa de un mundo celeste olímpico otro terrenal humano: los apartados del libro lo atestiguan: «Esposa e hijo», «Tríptico de la madre», «Poemas del hombre», «Los poemas corporales», «Dos elegías».

Los Poemas del hombre incluyen a éste en un marco social herido por la miseria y el dolor de la posguerra, aunque también por el simple hecho de ser hombre, descendiente del pecado condenado a la tristeza, ya que en ningún momento el autor olvida su fatalismo teológico. Este concepto negativo doloroso contribuye a que en los «Poemas corporales» —sin duda relativos a los cinco sentidos, por este orden: ver, oír, gustar, oler y tocar— se afirme que

Por la boca diariamente me ahogo
de tanto sabor amargo como es la vida (p. 
53).

Y, ahondando en ese pesimismo, finaliza con dos elegías —a Miguel Hernández, a Cristo— en las que la conclusión viene a ser que puesto que la vida es

Pasar por el tiempo, camino del odio,
pesar día a día los años como astros, 
pesar día a día los años como astros, 
fecundar la tierra con lágrimas cantos 
pasar, pesar, fecundar y, luego, morir (p. 65),

no queda más remedio que ser un hombre entero, como el antedicho hombre-poeta, para resistir los embates de la existencia y

sembrar en los demás aquella canción verdadera
que la tierra te enseñó enamorada, sencillamente (p. 
64),

mientras nos aferramos al Cristo olvidado que, y no es casual, aparece como un interlocutor que entiende y acepta el lenguaje del hombre airado precisamente a causa de ese olvido.

En Destino de tu ausencia28, dedicado «a la memoria de mi madre», es esta quien se apodera de la mano del poeta y la conduce hacia la introspección. Es este el libro más codicioso de unidad, un planto fiel sí mismo temática estilísticamente —también Aleixandre se evidencia más— Es un raimiento ensimis­ mado en el que la memoria hilvana la intelección del pasado: un itinerario que va desde el génesis fervoroso beatífico, lo abstracto caótico materializándose, hasta la madre el dolor de su muerte, lo concreto desma­ terializándose, el otro génesis más humilde que empuja al hijo a un mundo en el que hay que llamar honda­ mente a la verdad, esa oscura apariencia.

Madre, «criatura sin sexo», objeto poético lanzadera para indagar sobre el origen y la muerte, la vida la niñez. Ser concreto que conlleva una sarta de elementos cósmicoreligiosos: oriente, amargo cáliz, liturgia, transfiguración, cilicio, alto padre, ascesis, aromado martirio, muerte creadora, sudario sin nombre, gólgotas, ángeles... La madre desrealizada y convertida en el útero original: ya en el poema II se adopta una actitud semejante a la de Cántico:

Espumas del pasado. Ternura. Formas silentes vuelan desde la entraña dormida. Se hace la luz. Intenso, amanece el universo de tus huellas (p. 19).

el poeta declara su primera intención:

Desvelaré con este duelo
aquel amargo tiempo 
tan herido (p. 10).

El tiempo me retoma al origen de tus manos (p. 13). 

Pero ese rescate materno implica otra recuperación inesperada:

Ahora comprendo cuál era tu misión:


vivir 
de mi vida que lleva 

el oriente de tu nombre (p. 16).

Mi vida será la búsqueda
de tu signo de mi estrella (p. 71).

La infancia, la semilla del hombre, el hombre aún en potencia desligada del acto. La consustancialidad del sujeto evocador el objeto evocado emergiendo del libro su verdadera sustancia: la búsqueda del niño, la génesis personal, la identidad del yo que escribe, Porque maternidad y filialidad son indivisibles:

El hombre mata al niño para ser hombre.

Hombre soy que al niño busco.
Clamorosa pregunta soy de mi existencia,
de aquel lejano vivir en la luz de 
tu cintura, soñando por las delgadas sendas de tu mano.
Pero no me encuentro sino entre tus alas (p. 
47-8).

Indivisibles y, como ya he dicho, consustanciales. Ambas vidas se trasvasan sus esencias como en una comunión santifica que engrendra un tortuoso necrófilo ayuntamiento:

¿Qué ha sido mi vida sino el silencio de tu muerte, hasta que, muerto yo, alcances la luz perfecta? (p. 90).

De modo que el hallazgo de la personalidad propia, de las raíces individuales, se presenta aristado de obstáculos y la petición de ayuda al ser supremo está la vuelta del pensamiento y del verso:

Yo te hablo, oh Señor, voz de eternidades,
para que en secreto me lleguen tan queridas ausencias (p. 68).

El alto Padre, la madre, el niño: tres círculos concéntricos, vasos comunicantes entre sí. La madre es el alto Padre una vez que el hombre busca su niñez y es niño. Madre Dios son dos dioses, dos realidades sentidas, sin tacto, que han crecido en la mente infantil, dos necesidades perseguidas por el hombre que es­ cribe.

Ramos descubre que la búsqueda de sí mismo cuando todavía era un pergeño, es un ejercicio doloroso:

No hay paz ni fácil consuelo perecedero
si el hombre se despliega en alas de 
su infancia (p. 86).

Aunque es inevitable, porque sólo en la infancia se encuentra de nuevo el paraíso:

Así es nuestra verdad: prolongación del niño.
¡Ay qué lejos arrojó el hombre las llaves del secreto,
la única 
senda que retomar pudiera al paraíso (p. 87).

El poeta pretende ser el demiurgo que con su palabra materializa el caos de la creación y de la infancia, que concreta los pilares del génesis la niñez. Y es una trinidad semántica la que halla en su dolorosa autop­ sia: 1) pérdida y nostálgico intento de recuperación de la madre; 2) nostálgico intento de identificación en la niñez 2 confluyen como cara envés porque la infancia se vivió como hijo, no solo como niño29contaminándolo todo con su paradojismo misticoide, la muerte como un cuervo que eleva su vuelo de damo- cles, que preocupa como acto físico que detiene la vida y como potencia metafísica que conduce la inmor­ talidad:

Oh qué notable deseo el de sujetar a la muerte,
el oscuro destino que nos empuja desde el origen
el oscuro destino que nos empuja desde el origen
Oh estrecha esfera de nuestro rodar limitado! 
Pero ella no. Ella goza en el mundo desnudo, 
en la libertad del tiempo inmarchitable.
Pues más sutil que el perfume,
más veloz hermosa que la aurora,
ella realiza el destino de su ausencia (p. 20).

Ramos indaga, a través de su doloroso concepto del hombre —«en esta oscura angustia de ser hombre» (p. 72)con cierto fanatismo contumacia o impulsado por la revelación, en su verdad: la arqueología de una divinidad inmortal que deviene en muerte inexplicable pero necesaria para que se cumpla el rito de la Trascendencia: la cohabitación con lo divino. Esta tragicidad es la que subyace en el libro siguiente, Elegías de Guadalest, de 1958, si bien el tono atemperado, el abandono de la retórica y del tremendismo, confieren a este título una tristeza resignada y contemplativa, un discurso más sereno y una mayor calidad poética. El poeta se asoma al «alto navio de la muerte» (p. 15), a ese «castillo catedral: naufragio de los cielos» (p. 24) para reflexionar, observar, pedir a Dios por los muertos que yacen «junto a la sombra litúrgica de los cipreses» como «caballeros de un éxtasis de luto» (p. 25). La muerte, de nuevo protagonista, nace del mismo hecho de estar vivos «completa» la existencia, forma parte de ésta: la vida como un ir muriéndose, como agonía existencialista. Antes esperaba Dios al final. Ahora Dios, un poco lejos, aunque siempre dominando el ortodoxo universo, deja paso al hombre como herido que se desangra sin posible sutura:

Largas emees de sudor fueron sus vidas (p. 19).

El fruto la muerte convoca.
No la busca, que dentro la lleva (p. 34).

De entre los vivos que murieron o que tienen que morir brota el propio poeta cargado de todas las muertes de la suya propia:

Aquí, recordando a los muertos, estoy
haciendo memoria de mí, de vosotros,
de todos cuantos sobre el tiempo mueren (p. 11).

Soy un árbol. Siento que todas las noches caigo rodando por mi esfera (p. 34).

Ahora bien: por fin, Ramos salva al hombre en un gesto de humanidad o necesaria esperanza: «Pasan los hombres, pero no su huella» (p. 34). Huella que permanece no sólo en la memoria que deja en los demás sino en la continuidad biológica que la misma vida engendra «los hijos». Y, en esta confianza, titula el último de los poemas «Hay esperanza», poniendo su fe en que la vida no acabe en el arcano de la muerte:

De un misterio hablo. Nombro la conciencia
o a la segura espera (p. 40).

Cerca de Ramos, antes que él, está Santiago Moreno, nacido en Moratalla en 1911 y muerto en Alcan­ tarilla en 1963. Vivió gran parte de su vida en Callosa de Segura mantuvo amistades literarias con artistas escritores alicantinos, como lo demuestran, aparte de otros testimonios, el hecho de que su primer libro lo publicara la colección Ifach que en el segundo haya un poema dedicado «A los que viven la amistad y el arte en el estudio alicantino de Gastón Castelló». Su debilidad e impedimiento físicos no fueron obstáculo —habría que pensar en todo lo contrario— para que su lenguaje, admirado ante el de Miró, sea el más encen­ dido, vigoroso e imaginativo, consiguiendo con sus escasos poemas en verso algunos de los de más bella factura. Su hiperestesia religiosa, que todo lo ve a través del espejo de lo eterno, se hace paradigmática en Naturaleza en tránsito, de 1953, libro de prosas reflexivas narrativas y versos líricos, purista, preciosista esteticista pero no vacuo, que pretende revelar esa «naturaleza en tránsito, desarrollada bestia o ángel inci­ piente» (p. 12) que es el hombre, sus oscuros secretos, sus ocultos amores, la llamada de la muerte.

El poeta, sitiado entre el animal de acción encadenado el animal de reflexión inevitable, desemboca en un ser hamletiano ensimismado en sus acordes íntimos, tejiendo destejiendo esa escala interior por la que trepa el místico, viviendo la aventura de la paradoja, viajero desde la ascesis de esta vida hacia el éxtasis de hallarse el alma fundida con lo divino. No a otra cosa que al concepto de «desasimiento» responde el poema «Fuga»(p. 28-9).

«Que la muerte libera afianza. ¿Morimos una vez, cuántas morimos? Porque me sé muriendo revi­viéndome, viviendo por morir exactamente» (p. 14).

«Te completo, Señor, y Tú me exaltas a esta pasión de Ti, este saberme exacto por mi dolor de hom­ bre. Tu integridad me escuda del final o apariencia, de esto que llamo muerte y es plenitud de mi na­ turaleza humana» (p. 83).

La muerte como complemento y plenitud de una existencia en la que Dios es la taijeta de garantía de una eternidad ilustre.

También «religioso» es Francisco Navarro, nacido muerto en Novelda —1926 y 1953— tras una es­ tancia en Alemania, donde escribió buena parte de su escasa obra. Su único libro. La primavera veinticinco, se publicó postumo como separata de Verbo en 1954, y es en realidad un único poema de signo alegórico, fechado en «Lubbecke, Pascua de Resurección de 1952», dividido en tres partes o «movimientos»: Preludio, Adagio Fuga —de 81, 48 y 80 versos—En una nota firmada por F.G.S. se citan estas palabras del autor: «el problema del hombre es el tiempo, no hay más que dos formas de evadirse de él, la unión mística en vida o la muerte». Y Jaime Ferrán, en el n.° de mayo-julio 1953 de la revista Alcalá de Madrid, al presentar una selección de 14 breves poemas inéditos, afirma que Francisco Navarro «vivió», como poeta, no en el tiempo, sino en la eternidad». A pesar de su juventud, el poeta se vio a sí mismo como un

Barco viejo con dorados nuevos en su último viaje,
navegando entre cipreses.

Aunque tangencial a esta temática, conviene recordar a Clemencia Miró —Alicante, 1906; Madrid, 1953hija de don Gabriel. De una sensibilidad intimista esquiva, como si el mundo le fuese ajeno, sus poemas fueron postumamente recogidos prologados por María Alfaro en un volumen sencillamente titulado Poemas 30, en el que se advierte su preocupación religiosa, en versos como «La muerte se convierta en nuestra vida» (p. 43), y su aspiración la serenidad de espíritu en esta enjuta y asceta exhortación: «Dame la calma de tu mano!» (p. 26).

Consideración aparte merece la religiosidad de Trina Mercader —Alicante, 1919 y Granada, 1984— que publicó en Tetuán, a donde trasladó su vida y su quehacer literario, Tiempo a salvo 31, en 1956. Trina Mercader, escrutadora de su amor cristiano, también confía su existencia a la de un ser supremo «Oh fe que ha de salvarme» (p. 71)— con el que se funde amorosa y enamoradamente:

No ser y ser ya todo
dentro de ti, Señor (p. 120).

Pero este Dios no brota en su vida desde ninguna escatología o mitología beatífica o milagrera. Es un Dios más de la tierra que del cielo. Es la expresión del otro yo, de ese alterego inefable que algunos llevan dentro al que, en la búsqueda, ponen nombre sublime. La sencillez, austeridad y ausencia de retórica con­ fieren a este libro una mayor autenticidad credibilidad, aunque en ningún momento se dude del sincero confesionalismo religioso de otros autores.

9.—«Tras de un amoroso lance». (Juan de Yepes).

Dentro de esta concepción de un Dios más amigo que señor, hay que ubicar el de Jacinto López Gorgé —Alicante, 1925si bien en los libros de estos años sólo inicia el tema que le preocupará posteriormente: como si la mujer hubiera desaparecido dejando un hueco doloroso e insustituible, aparece el Dios macha- diano, ya vislumbrado antes, en el soneto «Nada y olvido», que inicia y condensa su pensamiento religioso se desvía del libro al que pertenece, Signo de amor, no sólo por su temática sino por su escritura: al más fluido discurso de sus poemas, responde con unos versos cortados, como una reflexión indagatoria encade­ nada por silencios: las palabras se aíslan para permitir entrever el aislamiento del poeta, refugiado en su mis- midad:

Nada soy, nada siento: realidades. 
Silencio. Soledad. No tengo historia (32).

Luis Jiménez Marios considera que López Gorgé es «un lírico cuyas motivaciones —puede asegurarse que de un modo exclusivo— pasan por el amor y la angustia religiosa, no por las complejidades introspectivasLa materia abordada se apoya en el tú con minúscula en el Tú divino» (p. 11).

Pero el Gorgé de esta década es ante todo el poeta del amor de la autoidentificación en el tiempo. En el fragmento tercero del poema que da título al libro La soledad y el recuerdo (Elegía)33ya surge el enfren­ tamiento consigo mismo del ser que se es en el tiempo, el yo presente y el yo pasado, la dicotomía hombre- niño:

Yo no soy este que aquí lucha
 contra un destino duro y sordo. 
Yo soy aquel que contemplaba 
la limpia tarde del otoño (p. 26).

Es la infancia, que atenaza al hombre cuando éste, inevitablemente, busca a aquella. Y unas veces la identidad del poeta es la del niño búhente en la memoria otras es la del niño que creció:

Soy aquel niño ya lejano
de éste que lucha libre 
solo.

Sólo un murmullo que se aleja
es lo que queda de mi infancia (p. 
25-6).

En esta búsqueda se encuentra la tristeza la soledad, porque el sollozo del niño es «fiel presentimiento del humano dolor» (p31). Pero también a la amada que, como después en Sahagún, nace como confidente del elegiaco lamento y se convierte en tema casi monocorde de Signo de amor34dedicado «A una mujer».

Hoy canto, amigos, bajo un signo nuevo.
El signo del amor marca mi vida (p. 53).

«Nuevamente un poeta ve el mundo desde los ojos de su amada. Ese mundo está como recién descu­ bierto. Pero el gozo no deja de mezclarse con la zozobra y la tristeza, Dios, la nada, el olvido, aunque el amor pasión lo inunda todo», comenta Jiménez Martos (p. 12). así es: el amor, que derriba el cerco pesaroso de la niñez, pone luz sueños en el amante y abre una diferente dimensión en la existencia:

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... poco a poco

va la luz transformando aquel lejano
mundo de mi niñez en un cercano
sueño que con mis manos casi toco (p. 53).

Amor-mujer que ilumina todas las tinieblas:

Camino voy de ti y ahora presiento 
que mi antigua tristeza se disipa
en una alegre brisa enamorada (58).

El amor con sus encuentros desencuentros, sus distancias y, también, sus recuerdos:

Madrid bajo la lluvia es una ausencia
por donde yo me muero de nostalgias (57).

Por su parte, Rafael Azuar es el poeta de personalidad más proteica: su verso libre, clásico, popular, se nutre de múltiples inspiraciones. Quizá su rasgo definidor sea la sensualidad, que le lleva a la contemplación siempre sensible y nunca cegada por el apasionamiento, tampoco intelectiva, de lo creado, de la naturaleza. Sensualidad surgida del universo pagano y vertida en el universo cristiano, su admiración por lo griego —«Dafhis y Cioè», «Venus Adonis», las musas—:

Grecia adolescente, siempre pura, 
desnuda en el azul como un ensueño35.

y los poetas que aprendieron su arte en aquel lejano siempre presente mundo —Hölderlin, RubénDarío— se manifiesta en la exaltación de lo bello, las formas luminosas juveniles, lo adolescente, lo recién creado, la naturaleza en su plenitud:

Sé muy bien que los más hermosos espíritus fueron arrebatados por una ardiente ráfaga a un mundo de música, sin límites (p. 71).

Junto a lo pagano, lo cristiano. La lectura frente a la vivencia. El autor confiesa que su «encuentro con Cristo fue hondo e imborrable» (p. 29). Dios está presente también en cada instante, es sustancia de cada cosa, engendra la materia, la belleza. Responden a esta mirada la esposa, el hijo, lo hogareño, el amor conyu­ gal, esta vida y esta muerte:

Es el amor más firme cada día,
más firme es el amor y más callada
nuestra labor de manos sembradoras
a Dios sembrando en virginal 
besana (p. 69).

De esta fusión —pocas veces confusión— de dioses y de Dios nace esa sensualidad pánica que se prohíbe sí misma la lujuria pletòrica de los sentidos —Dios vigilante— evita la caída en la superstición milagrería religiosa —Zeus que previene—Ambas culturas, pagana y cristiana, se delimitan y prestan sensi­ bilidades. El resultado es la intención de un equilibrio, como digo, injerto de belleza y no de beatería. Poemas como «Fiat lux» —compárese con el Cántico de Ramos— «No cabe lo más bello» o «La fe» atestiguan este estar del poeta en un mundo más religioso que «eclesiástico»Dios en la naturaleza. De ahí la dignidad —por el no ocultamiento de lo que es obvio— de esta confesión:

Yo te escucho, Señor,
en el rumor lejano de la espuma,
en el silbo del viento, en los arrullos,

en ese dulce silencio en que me encuentro 
y existo y soy casi al unísono.
Yo, Señor, no te comprendo. Sólo te amo (p. 90).,

Bien es cierto que el poeta es un hombre con sus demonios sus ángeles que se siente tentado pagana­ mente «por la amorosa carne» (p. 72) —quizá aquí haya una «confusión», al llamarla «enemiga»— pero que permanece fiel a su decidido ideario cristiano:

Pero yo me combato, yo me hiero, profundo. Yo me exalto, borracho gozoso,
y con la mano misma que ofrece el deseo una daga en el pecho me 
hundo (p. 91).

—Segunda posible «confusión», aún en el terreno de la hipérbole, la de este castigo que suena a cilicio o sangría con la que liberar los «malos humores»—.

través de sus tres libros, Poemas, La lucha elemental Otros poemas36de 1950, 1955 1958, Azuar ha caminado por unos poemas «tocados de misteriosa ternura» —como señala Carmen Conde en el prólogo al primero— en los que ha tratado «todos los territorios del amor humano y todos los espacios divinos del amor hasta el supremo encuentro con la belleza inmortal» —como afirma Molina37todo ello bajo el signo de una «belleza excelso dominio de la palabra... exponentes ambos de su fina sensibilidad de su excelente preparación cultural», según el criterio de Mojica38.

Vicente Mojica —Alicante, 1923— publica su primer libro en 1958, en la colección Silbo. Dedicado «A mi esposa» con prólogo de Manuel Molina, Llamada al corazón gira, siguiendo la tradición romántica, primero sobre la amada eterna de Goethe o Beethoven, aquí cristianizada:

Antes que el mar, que el viento que las rosas, 
con Dios, oh eterno amor, tú ya existías (p. 12).

Pero después de centrarse en el amor, la esposa, el hijo, la amistad, la angustria de vivir, el poeta se decide a mirar fuera de él:

Porque cerrar los ojos es morirse
para las más hermosas claridades (p. 19),

hace una «llamada las conciencias», ilustrado ahora tanto por Hernández como por Nora o Celaya, pero imbuyendo esa llamada de acentos de hermandad, injertando de esta manera el rasgo que caracterizará su obra: la fraternidad, la ausencia de ira en su denuncia, que suena más a consejo conciliario, la bondad com­ prensiva como premisa del poema. Y así, aunque los tigres ancestrales y hemandianos acechan

Se ha despojado el Hombre de toda su ternura y ha vuelto decrecido hasta su edad primera.

Por eso es tigre que el descuido acecha (p. 31).

la reconciliación viene pedida por el camino del amor al «hermano», que ya ha olvidado el significado de la palabra paz:

Ven a la paz. La vida te requiere para el amor. (p. 30).

Amor conyugal fraternal amenazados: hay que abandonar el purismo para defenderlos: Oh no, ya no Poeta, ya no es tiempo

de cultivar las rosas; se alzan las bayonetas con un aliento de odio al amor dirigido (p. 29).

Si Mojica se acuerda de los demás no es tanto porque quiera concederles la justicia que merecen como porque los ama. Mejor dicho: porque los ama les desea la justicia que merecen. No concibe el mundo sin amor: la falta de amor entre los hombres es lo que provoca el caos, el desequilibrio social, la injusticia, la miseria, la guerra:

No os asombréis de lo que os dice un hombre, 
de un poeta que dice sin remedio
las cosas claramente, que 
las cosas claramente, que ha aprendido
 —hincadas las rodillas en el suelo—
a confesar verdades como puños
levantar su corazón al cielo (p. 35).

Carlos Sahagún —Onil, 1938— publica también en Silbo, 1955, su primer libro, Hombre naciente —del que después renegará— lleno de agonismos juveniles y de algunos rasgos ya germinales de su obra: la infancia, el amor, la memoria, la conciencia amanuense y redentora:

Estamos esperando que el pasado
nos clave en nuestro pecho sus agudos dientes 
regresemos a la infancia (p. 15).

Ya somos dos. Ya estamos el uno frente al otro
para hacer intercambio de amor o de silencio (p. 23).

Ya está escrito mi libro: una palanca 
que me empuja con cólera y me arranca 
de esta trágica tierra presentida (p. 27).

José Albi, uno de los artífices de Verbo y «antiguo profesor» de sahagún, saluda desde Información39, con esperanza y algunas reservas, la salida de este libro. En una entrevista publicada en este mismo diario40 Sahagún afirma que ser poeta «es lo mejor que hay en el mundo: el eterno niño», y proyecta presentarse «dentro de algunos años al premio «Adonais». Proyecto que no tarda en realizar: Profecías del agua es el «Adonais 1957»41El mismo Albi, desde la perspectiva de 1980 habla de la pureza lírica estremecedora de este libro»42.

En su primera edición de 1958 —Sahagún escamotea y altera algunos esclarecedores elementos cuando lo reedita en Memorial de la noche43— Profecías, dedicado a Molina Albi, contiene 16 poemas que su­ ponen un gran salto poético poemático y colocan a su autor en la primera línea de la lírica española de estos años. A pesar de su aparente sencillez su atractiva lectura, encierra cierta complejidad. Sahagún cuenta su historia, pero inmerso en la Historia: esa es su similitud con los poetas llamados del «50» su diferencia con los alicantinos coetáneos.

El libro se inicia presentando un origen eglógico que sucumbe, también, por el «pecado». Pero la dife­ rencia es manifiesta: El Dios «azul, eterno» (p. 13) es sublime por lírico, no por teológico. No hay decapita­ ción divina, ni Dios verdugo, ni damocles perenne. Sólo hay metáfora de cielo, de espacio luminoso que, en definitiva —Argensola!—no es más que una ilusión óptica. En este marco trágico de paraíso perdido vive el hombre, caminando como un río. El poeta forma parte de ese río y, al incluirse, todos los elementos del poemario adquieren doble dimensión:

Parece que fue ayer, que no era el año mil novecientos treinta y ocho. Bosques en llamas, altas
palmeras encendidas, hombres muertos, hermanos muertos con la frente muerta, me rodeaban, lo recuerdo todo (p. 17).

El edén es además el paraíso de la infancia y el pecado original o el cainismo se traducen en guerra civil, destructora de infancia paraíso. Son muchas las alusiones a esta guerra y su miseria posterior —«pan duro», «zapatos rotos», «calles bombardeadas», «la patria sangraba»—:

Llevo marcado a fuego el tiempo del dolor bombardeado (p. 21).

Le llamaron posguerra a este trozo de río, este bancal de muertos (p. 20).

La vida es, entonces, el camino por donde transita «el gran dolor del hombre» (p. 48), quien vuelve sus ojos hacia un Dios al que veces se increpa y otras veces se invoca con una mezcla de incipiente rabia indulgente resignación:

Dios a quien casi toco humanamente, dame la mano (p. 52)

Vámonos,
que Dios no quiere 
nada con nosotros (p. 47).

Igualmente, hay una acumulación de elementos bíblico-religiosos que confirman la procedencia del poeta, el acuse de recibo de una época, un ambiente, unas amistades, un nacer poético alicantino. El «Poema del Gólgota» contiene una relación de estos de las falsas esperanzas: «pensamos que llegaba la redención», «surtidores de agua», «surtidores de fe», «recolección del trigo», «manzanas puras», «como si nunca hubié­ semos pecado»... (p. 53). Pero —«es una sombra demasiado larga la de tu cruz» (p. 54)— el hombre es un preso —Hernández como ejemplo— de tantas alambradas morales civiles: exiliado del paraíso, deste­ rrado de la infancia y echado de una españa en paz —por la maldad del propio hombre y porque es inevitable crecer hacia la hombría— parece destinado a la tragedia. El amor todavía es rma «Venus» malrubendariana. La mujer, confidente y amada, aún es una abstracción casi religiosa:

Y vienes y te quedas
blanca, casi de mármol,
como 
un escalón puro para subir a Dios (p. 42).

El flamigerio es total: encaminó sus pasos, de madrugada, al mar (p. 57). De ahí que el poema final lleve por título «Poema final del llanto». Porque eso es Profecías: un planto, una elegía por el hombre caído, perdida la inocencia, una elegía por el propio poeta, inmerso entre los hombres, perdida ya su infancia. La historia colectiva y la individual. La confluencia y síntesis —ése es su mérito— de las diferentes experiencias librescas y vitales. Las profecías del agua son las premoniciones o presentimientos de un bautismo en la feli­ cidad que no llega44:

Por todos tus pecados capitales
la tarde, entre gastados resplandores, 
caerá, como caes tú, como has caído (p. 61).

De José Antonio Sirvent —San Vicente del Raspeig, 1937autor del versolario Desde el destierro, publicado por Silbo en 1955 con prólogo de Vicente Ramos, poco puede decirse. Un verso resumiría el libro: «embriagado de amor soledades» (p. 21): el poeta, enamorado solo en la distancia, recuerda, exhorta, se lamenta, vesiborrea por la amada: quince sonetazos malhemandianos tocados de ripio faltos de ritmo, malsonantes amoríferos, que ejemplifican el riesgo de publicar apenas enriquecida la existencia con un puñado de sílabas mal contubemiadas pero tenidas por imprescindibles. Falta qué escribir y sobra lo escrito..


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